La decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos resultó apretada: 5-4 a favor. Como varios comentaristas lo han señalado, los magistrados votaron 2-4 en contra, mientras que las magistradas votaron 3-0 a favor. Por lo visto, el fanatismo echa raíz con más fuerza entre los hombres.
La ley, como de costumbre, es la última en enterarse y tal vez así deba ser. Quienes tenemos edad suficiente –yo empecé a mirar el mundo con cierta libertad a comienzos de los años setenta– recordamos la época en que ser homosexual constituía una condición vedada. No había gais, había maricas o marimachos, entre muchos nombres peyorativos, y salir del clóset era para valientes. Al salir, la gente lo hacía con estruendo: se iban a bares promiscuos, intentaban reclutar adeptos y vivían al estallido como si no hubiera mañana. Y un día casi deja de haberlo, cuando en la segunda mitad de los ochenta estalló la epidemia de sida. Dios, decían algunos creyentes y temían los que estaban atrapados en la vorágine, se quería vengar de los hombres homosexuales desatando entre ellos una peste bíblica. La cuota de muertos fue brutal.
Vinieron entonces nuevos medicamentos que permitían controlar la enfermedad y también ocurrió un cambio relativo de hábitos. La cacería de parejas en la que nadie tomaba presos se fue disipando y muchos back rooms cerraron. La promiscuidad era, según eso, más un síntoma de los tiempos que una característica intrínseca de la homosexualidad masculina, como alguna vez se llegó pensar. Además, de forma paulatina aunque incontenible las preferencias sexuales de la gente empezaron a importar menos.
Con tanta aceptación, lo otro que va de salida es el drama. Los gais seguramente perderán su aura romántica y van a abundar en las asociaciones de padres de familia y en los clubes de rotarios. Hoy son vecinos comunes y corrientes. Los hay creyentes, religiosos y hasta crece en su seno una tendencia conservadora. ¿La legalización del matrimonio gay reforzará esta tendencia? No es imposible. Señala Amy Davidson en The New Yorker que el fallo puede leerse justamente en clave conservadora, pues los gais quieren casarse, en contraste con muchos heterosexuales que han empezado a vivir juntos sin más, protegidos, eso sí, por la ley. En síntesis, los homosexuales corren el riesgo de volverse aburridos, como lo son los heterosexuales desde hace milenios, con tal cual excepción novelable. Mejor, no todo el mundo tiene pasta de héroe.
La alegría con la legalización federal del matrimonio gay en Estados Unidos no fue uniforme, claro que no. Resintieron la decisión, muy en particular, los grupos más conservadores, afiliados en su inmensa mayoría al Partido Republicano. Lo que algunos han llamado “el triunfo del amor” ha sido también un torpedo en la línea de flotación de este partido, camino a la Presidencia, torpedo que se suma a otros recientes, como la constitucionalidad de provisiones claves del Obamacare y la normalización de las relaciones con Cuba.
Nada está decidido, por supuesto. Igual, los que no queremos que un Bush vuelva a vivir en la Casa Blanca sentimos un gran fresquito.
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