CIUDAD DE MÉXICO.-¿De qué sirve tener un patrimonio de más de 8 mil millones de dólares si no se puede decir lo que uno piensa? Es posible que el magnate Donald Trump se haya hecho esa pregunta alguna vez. Quizá se la dijo a sí mismo la tarde del pasado martes 16 de junio, poco antes de anunciar su precandidatura republicana a la presidencia de Estados Unidos con un discurso incendiario. Lo único cierto es que, aun sin formular ese interrogante, no ha hecho más que responderlo desde que tomó el impulso de la furia para competir en la carrera más larga y difícil de su vida de fama, fortuna y reality shows.
Mal que les pese a propios y extraños, Trump ya es un fenómeno político de alcances insospechados. Su irrupción ha sido tan espeluznante que nadie sabe cómo enfrentar o continuer la fuerza de sus bravuconadas. Sus rivales partidarios le reprochan sus modales, pero evitan pronunciarse sobre los asuntos que él aborda sin ningún complejo. Con el mismo tono de desprecio que durante años se le escuchó al pronunciar la frase “you’re fired” (“estás despedido”) en el programa televisivo El aprendiz, el precandidato descarga su ira antimigrante sin contemplar más consecuencias que su presunto beneficio electoral. A su manera, su temible incontinencia verbal subraya que el poder no es tal si no sirve para hacer y decir todo lo que uno quiere. Nadie conquista un patrimonio de más de 8 mil millones de dólares para verse obligado a hablar con verdades a medias. Trump no se sumó como cualquier otro a la lucha por el poder; directamente, lo tomó. Y como lo tiene, no respeta ningún límite. La inquietante lección de su campaña electoral indica que en la naturaleza del poder habita el germen de la impunidad.
Al verdadero poder no le gustan los límites, y el poder sólo es verdadero si tiene nombre y apellido. El secreto del éxito de Donald John siempre ha sido el de ponerle un sello personal a su vida, obra y milagros. Trump nunca fue un millonario excéntrico más: es Trump, lo que significa que no hay ni habrá otro igual. Su imagen y soberbia constituyen su marca registrada. Nadie se peina como él, nadie se le compara a la hora de decir lo que piensa. Su controvertido y singular estilo recuerda que se trata de un outsider de la política, alguien emparentado con la ola mundial de candidatos “independientes” surgidos al calor del hartazgo social con las falsedades y traiciones de la clase dirigente. Puede que Trump ofenda a millones de personas con sus exabruptos, pero justamente son esos exabruptos los que demuestran que la política tradicional no puede cambiarlo. Y un hombre auténtico, que no cambia ni siquiera a pocos pasos de la Casa Blanca, es un candidato atractivo porque reivindica el valor de no traicionarse a sí mismo.
Y es que de Donald Trump se puede decir de todo, menos que no ha sido auténtico en sus declaraciones contra los mexicanos en particular y la inmigración en general. Claro que se trata de una autenticidad relativa, porosa, arrinconada por la hipocresía y el error. Por la hipocresía, porque entre los obreros que levantaron la neoyorquina Trump Tower había al menos 200 inmigrantes ilegales polacos amenazados con la deportación por el mismísimo magnate si se negaban a trabajar en turnos rotativos de doce horas sin descanso semanal. Y por el error, porque acusar de violadores y asesinos a quienes llegan del otro lado de la frontera supone no tener en cuenta que el 73% de los inmigrantes mexicanos mayores de 16 años pertenece a la mano de obra activa de Estados Unidos. La frivolidad xenófoba del precandidato insulta a más de 35 millones de personas, el 65% de los latinos que en su conjunto (54 millones de habitantes) representa el 17% de la población a la que pretende gobernar.
Una reciente encuesta de The Economist apunta que el 63% de los republicanos considera que los inmigrantes son “una carga”, y es muy probable que ese porcentaje incluya a los precandidatos del partido. Pero, aunque por tradición e ideología haya varios competidores de Trump cuyas ideas quizá no difieran sustancialmente de las del multimillonario, ninguno de ellos está en condiciones de enarbolar la bandera de la supremacía nacionalista con semejante desfachatez. O mejor dicho: enos no pueden, otros no deberían y todos saben que a ninguno le conviene. Jeb Bush está casado con una mexicana. Marco Rubio es el primer senador de origen cubano en la historia de Estados Unidos. Y desde la dirección republicana ya se ha recordado que para llegar a la Casa Blanca resulta indispensable obtener bastante más que el 31% de votos latinos que cosechó John McCain en 2007 o el 27% que logró Mitt Romney en 2012. Una misión que se adivina imposible si el candidato a presidente tacha de criminal a buena parte del electorado.
Sin embargo, contra toda recomendación, Trump insiste con su caricatura del mexicano como delincuente y no se deja llevar por la moderación que aconseja la lógica de la realpolitik. Tiene razones para creer que su autenticidad de cowboy es una fórmula redituable, ya que la virulencia de sus comentarios lo ha llevado del noveno al primer puesto en la carrera presidencial republicana, con un 24% de las preferencias electorales frente al 13% de Scott Walker y el 12% de Jeb Bush. Ese ascenso repentino obliga a no subestimarlo y a considerar su forma de entender el poder. Por lo que se le ha visto y escuchado, para él la grandeza nacional se construye y sostiene en función de un enemigo, y esa batalla sólo se puede ganar si el líder (él mismo) tiene la autoridad suficiente para decir y hacer lo que quiere, sin someterse a las incómodas reglas impuestas por los demás. Sus ilusiones pueden parecer despóticas, pero cabría preguntarse si no son más exageradas que anómalas. ¿Hay algún político que en mayor o menor medida no albergue fantasías similares? ¿El sueño de todo aspirante presidencial es un poder limitado y enriquecido por los equilibrios democráticos, o la voluntad de que se haga su voluntad sin alteraciones ni reclamos? Tal vez cabría preguntarse si el triunfo de Trump no expresa tanto una enfermedad ideológica como un síntoma del mal que aqueja a toda elite política y que nos obliga a estar en permanente alerta.
De todas maneras, tal como demuestra el personaje de Frank Underwood en la serie House of cards, el camino más rápido al fracaso político está hecho con los cimientos del culto inquebrantable a la propia verdad. El huracán oral de Trump le ha ocasionado pérdidas económicas que ascienden a unos 50 millones de dólares, una cifra irrelevante si se compara con su riqueza personal, pero muy reveladora del impacto negativo que él ya difícilmente podrá conjurar. Al verdadero poder no le gustan los límites; sin embargo, todo poderoso sabe que uno mismo debe ponérselos, antes de que lo hagan los demás. La pregunta es si alguien con un patrimonio de más de 8 mil millones de dólares sabe qué es un límite. O si está dispuesto a saberlo, justo cuando acaba de enseñarle al mundo que en la naturaleza del poder habita el germen de la impunidad.
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