Obama está consciente de la necesidad de corregir tan graves errores históricos, y también parece estarlo su probable sucesora Hillary Clinton. Por el bien del Medio Oriente, les deseamos éxito en tal empeño
No sólo Venezuela sufre actualmente una crisis colectiva de excepcional gravedad, sino también el Cercano y Medio Oriente, que comparte con nosotros la condición de región “en desarrollo”, se encuentra estancado, e incluso en retroceso, en su marcha del tradicionalismo a la modernidad.
A diferencia de América Latina, donde el concepto de “democracia” estuvo teóricamente presente desde la Independencia, y por ello pudo germinar en algunos países de la región, el Medio Oriente es heredero de milenios de autoritarismo patriarcal, feudal y despótico, sin más que muy breves episodios liberales, que no han calado hondamente en el ánimo de sus pueblos. (Hacemos abstracción del caso de Israel, que tuvo la ventaja de importar desde la diáspora los conocimientos y la cultura requeridos para crear una sociedad democrática y desarrollada).
Sin embargo, el estancamiento o retroceso del Medio Oriente no sólo se debe al peso muerto de estructuras y tradiciones caducas, sino también a injerencias negativas de los imperialismos que han actuado en la región desde la Primera Guerra Mundial. En violación de promesas hechas al nacionalismo árabe en 1915, Inglaterra y Francia se repartieron y colonizaron la región, y agudizaron sus divisiones y rivalidades internas (inclusive el antagonismo arabo-judío en Palestina). Después de 1945, Estados Unidos y la Unión Soviética implantaron sus presencias en la región, en pugna a la vez por sus recursos estratégicos y por la adhesión política de sus pueblos.
En ese renovado “gran juego” ruso-occidental, Moscú tuvo el acierto de apostar a los factores de progreso social en la región, en tanto que Estados Unidos cayó en la trampa de apostar muchas veces a los jugadores reaccionarios. Fue así que los servicios secretos de Washington derrocaron al régimen nacionalista democrático (no comunista) de Mosadegh en Irán e implantaron en ese país la dictadura derechista del sha Mohamed Reza Pahlevi. Moscú, en cambio, logró captar la adhesión o confianza de los más destacados líderes de un nuevo nacionalismo progresista, tales como Nasser en Egipto, los mandatarios baasistas de Siria e Irak, Ben Bella y otros del FLN de Argelia, Kadafi en Libia, y una serie de gobernantes nacionalistas de izquierda en Afganistán. Ninguno de estos hombres fue demócrata; todos ejercieron un poder dictatorial y militarista y violaron derechos humanos, pero por el otro lado impusieron la separación entre el Estado y la Mezquita, adoptaron medidas de equidad social y promovieron una liberación y actualización de las costumbres. Fueron tiranos, pero de signo laico y modernizador.
A fines de la década de los años setenta, el presidente Jimmy Carter, anticomunista vibrante, reanudó la ofensiva occidental contra el bloque soviético, poniendo fin a la anterior política de coexistencia estable, favorecida por Nixon y Kissinger. Dio luz verde a una nueva estrategia de guerra fría, consistente en armar y apoyar, en contra de la URSS y de sus amigos nacionalistas de izquierda, a todo el conjunto de fuerzas islamistas tradicionales, reprimidas por los gobernantes laicos pero todavía influyentes en el seno de las grandes masas pobres y excluidas, así como en ciertos sectores medios. En esa perspectiva geoestratégica, Estados Unidos comenzó a inflar grandes movimientos yihadistas, como el de los talibán en Afganistán y otros, que posteriormente se le salieron de las manos y se convirtieron en sus más encarnizados enemigos bajo las etiquetas de Al Qaeda y el Ejército Islámico. Frankenstein fabricó un monstruo que no pudo controlar.
Obama está consciente de la necesidad de corregir tan graves errores históricos, y también parece estarlo su probable sucesora Hillary Clinton. Por el bien del Medio Oriente, les deseamos éxito en tal empeño.
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