The Pigsty of Donald Trump

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El chiquero de Donald Trump

Se ha dicho que si uno se pelea con un cerdo, los dos terminan embarrados. La diferencia es que al chancho le gusta untarse y a nosotros nos apesta. Por la misma razón, tampoco se puede jugar con él. En conclusión, del marrano no se puede ser enemigo, pero, tampoco, se puede ser amigo.

Para Martha, en esta mala hora.

Donald Trump ha declarado la guerra a los mexicanos migrantes en su país. Pero, ¿tan sólo ha propuesto su guerra contra ellos o también contra los mexicanos que no hemos migrado? Yo no soy migrante y, sin embargo, me siento agraviado. A mí no me va a sacar de mi país, ni a mis hijos les quitará sus privilegios, ni embargará mis bienes, ni me encarcelará. Pero, sin embargo, me ha llevado a la repugnancia. Como con el puerco, no me peleo, pero me asqueo.

Trump no está metido en un batidillo, sino que parece que él mismo es el batidillo. En primer lugar, desconfío de su discurso, no por su evidente incoherencia sino por su autor. Me cuesta trabajo creer que un neoyorkino, hijo de neoyorkinos y residente neoyorkino durante toda su vida, sea chauvinista y xenófobo. Nueva York es la más abierta de todas las ciudades de Estados Unidos. Es el lugar del planeta donde nadie se siente extranjero. Y es que, en realidad, en Nueva York nadie es extranjero.

Si este discurso lo escuchara dicho por un agricultor de Indiana o por un ganadero de Wyoming podría suponer su sinceridad. Se dice que son regiones donde desconfían de otras nacionalidades, de otras razas y de otras creencias. Por si fuera poco, es de los lugares donde la fuente de trabajo se puede ver amenazada por la inmigración, provenga ésta de donde sea. Pero en nuestro neoyorkino personaje de hoy, sus palabras las siento bofas y guangas.

En segundo lugar, desconfío de su discurso porque no parece coherente con sus finalidades político-electorales y, cuando alguien hace una estupidez, estamos obligados a sospechar que existe una intención oculta pero ladina.

Lo digo porque pareciera que su discurso no va dirigido nada más contra los mexicanos, sino, también, contra sus rivales en la contienda por la candidatura republicana, principalmente en contra de los latinistas, encarnados en el texano-floridano John Ellis Jeb Bush y en el cubano-floridano Marco Rubio.

Con esto se adelanta rumbo al caucus del próximo año y se ha aventajado prematuramente. Pero tiene el inconveniente de que comienza muy temprano y que llegará traqueteado a los tiempos de la Convención Republicana. Por si fuera poco, su discurso parece encaminado a cosechar los votos rurales en un país donde el electorado campesino no llega al 8% del padrón. En Estados Unidos, los granjeros no ponen presidente. Los republicanos radicales no gustan al electorado nacional. Barry Goldwater los llevó a la peor derrota electoral en la historia del Partido Republicano. Sólo han triunfado los republicanos moderados como Nixon, Reagan y los Bush.

Por último, su discurso se disfraza de política con un nacionalismo, aunque un tanto rancio, pero se desnuda como antropológico con un racismo un tanto podrido. Si tan sólo no le gustaran los extranjeros porque no quiere tenerlos en su país, habría que respetar su gusto aunque no se compartiera. Los nacionalistas respetamos lo que otras naciones deciden para su casa.

Pero su nacionalismo “chafa” lo zarandea con racismo real porque Trump quiere expulsar a los mexicanos, no a todos los extranjeros. No quiere arrojar a los canadienses ni expropiar a los ingleses ni encarcelar a los alemanes. No le gustan los mexicanos en Estados Unidos. Pero tampoco le gustan los mexicanos en México ni los mexicanos en el mundo. Es decir, no le gustan los mexicanos en la vida.

No es un asunto de tolerancia sino de respeto. Aunque, en mucho, es un asunto de temores, de sustos y de miedos. Los pueblos más opulentos consideran que las naciones pobres, por su mayor crecimiento demográfico, un día van a colmar el planeta y que las casas de los ricos estarán llenas de latinos, de árabes, de asiáticos, de africanos y de hindúes. Y aquí, el asunto de la migración empata con el de la discriminación.

Para nosotros, el diálogo con Estados Unidos es de vecinos, aunque no de amigos. De socios, aunque no de compañeros. De ricos con pobres. De débiles con poderosos. Pero, para Donald Trump, se trata de una relación entre superiores e inferiores. Entre quienes han sido elegidos y quienes han sido condenados. Entre quienes existen para ser amos y quienes nacieron para ser sirvientes.

Ése y no otro, es el verdadero discurso que realmente nos separa. La frontera no es un río ni una alambrada ni, mucho menos, una muralla. La verdadera frontera somos nosotros mismos. Esa frontera humana sirve para que nuestros vecinos se protejan, pero, también, para que nosotros nos defendamos. Si nosotros nos derrumbamos la nación quedará indefensa.

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