Tough Agreement between Americans

Published in La Jornada
(Mexico) on 19 October 2015
by Arturo Balderas Rodríguez (link to originallink to original)
Translated from by Jessica Fernandez Rhodes. Edited by Helaine Schweitzer.
Among Americans, the pessimism surrounding the possibility of agreement between their country's major political forces keeps growing. In daily press, radio and television reports, the most moderate political observers remember, not without a certain melancholy, a time when the debate inside and outside Congress was more civilized. The aim was to find points of agreement through the art of politics, in its most profound sense, not merely to crush the opposition.

Maybe there is reason in this. But we cannot ignore the historical context in which this way of “making politics” progressed in a search for solutions and the need to reach necessary agreements to solve government issues.

One of these agreements, acclaimed almost unanimously, was the one that resulted in the creation of the welfare state initiated by President Franklin Roosevelt in 1933. The economic and social crisis responsible for the financial system's breakdown in 1930 called for a profound change in economic and social policies. There were only a few who did not praise this national agreement, which reached most sectors of society.

Thirty years later, President Lyndon Johnson sponsored the Great Society program, whose main component was the war on poverty. The majority warmly welcomed it; however, the most conservative sectors rejected it. With their usual blindness, they did not notice the broadening horizon for the growth of the middle class, which, through a substantial increase in consumption, would promote a profound development of the U.S. economy.

The measures taken to emerge from the deep crisis at the end of the first decade of this century could have had an effect similar to one of the other two great moments, which rescued, literally, the prevailing form of development so far. It has not been possible to obtain the same results because, once again, the blindness of the most conservative sectors of society have gotten in the way more powerfully than before. Two elements have had even more harmful effects. The first is the endless ambition that characterizes the small group that holds the largest share of wealth, along with that group’s agents in the majority of the financial corporations and institutions. The second element is the deepening of conservative thinking within some sectors of society that feel aggrieved by the arrival of a president who promised a liberal policy radically opposed to the one of his predecessor and, moreover, was an African-American. These sectors encouraged the election of a group of lawmakers in Congress whose ferociously conservative ideology profoundly penetrates the rest of society, along with [the ideology of] their most conspicuous spokespersons in the media.

It is hard to talk about the sanity and civility needed to reach agreement when for some, it is necessary to repeal the health care law — whose benefits have already reached 20 million people — or reduce the taxes dedicated to social programs, or restrict women's reproductive rights or the right to protect the environment, or [prevent] wage increase for those who earn less or demand a dignified migratory reform for millions of people.

The disagreements are plenty and diverse; it appears that some of them are insurmountable, both practically and ideologically. In the meantime, there does not seem to be any social agreement like the welfare state or the Great Society on the horizon.


Entre los estadunidenses crece cada vez más el pesimismo en torno a la posibilidad de acuerdos entre las principales fuerzas políticas de su país. En la prensa diaria, en la radio y en la televisión, los observadores políticos más moderados dan cuenta, no sin cierta melancolía, de los tiempos en que el debate en el Congreso y fuera de él era más civilizado. Se buscaba encontrar puntos de acuerdo mediante el arte de la política, en su sentido más profundo, no sólo aplastar al opositor.

Tal vez haya razón en ello. Pero no se puede dejar de lado el contexto histórico en el que esa forma de hacer política trazaba la ruta para buscar soluciones y llegar a los acuerdos necesarios para resolver los problemas de gobierno.

Uno de esos acuerdos, aplaudido casi unánimemente, fue el que derivó en la creación del Estado de bienestar, iniciado por el presidente Roosevelt en 1933. La crisis económica y social causante de la quiebra del sistema financiero en 1930, reclamaba un profundo cambio en la política económica y social. Muy pocos fueron los que no encomiaron ese acuerdo nacional que cruzó a la mayoría de los sectores de la sociedad.

Treinta años después el presidente Lyndon Johnson auspició el programa de la Gran Sociedad, cuyo principal componente fue la guerra a la pobreza. La mayoría lo acogió con gran beneplácito, sin embargo, los sectores más conservadores lo rechazaron. Con su ceguera habitual, no advirtieron que se ensanchaba el horizonte para el crecimiento de la clase media que, mediante un incremento sustancial en el consumo, auspiciaría un profundo desarrollo de la economía estadunidense.

Las medidas que se tomaron para salir de la profunda crisis a finales de la primera década de este siglo pudieron haber tenido un efecto similar al de los otros dos grandes momentos que rescataron, literalmente, la forma de desarrollo predominante hasta ahora. No ha podido tener los mismos resultados debido a que nuevamente se interpuso, ahora con mayor fuerza, la ceguera de los sectores más conservadores de la sociedad. Dos elementos han tenido efectos aún más nocivos. La primera es la ambición sin medida que caracteriza al reducido grupo que detenta la mayor proporción de la riqueza, y con ellos sus operadores en la mayoría de las corporaciones e instituciones financieras. La segunda es la profundización de un pensamiento conservador en algunos sectores de la sociedad que se sintieron agraviados por la llegada de un presidente que prometía una política liberal radicalmente opuesta a su antecesor, y que por añadidura era afroestadunidense. Esos sectores propiciaron la elección de un grupo de legisladores en la cámara baja, cuya ideología rabiosamente conservadora permeó profundamente al resto de la sociedad, y con ellos a sus voceros más conspicuos desde los medios de comunicación.

Es difícil hablar de cordura y civilidad para llegar a acuerdos cuando para unos es necesario derogar la ley de salud, cuyos beneficios han llegado ya a 20 millones de personas, o reducir los impuestos que se destinan a programas sociales, o restringir los derechos de las mujeres a decidir sobre su procreación, o a proteger el medio ambiente, o al aumento del salario para quienes menos ganan, o exigir una reforma migratoria digna para millones de personas.

Son muchos y variados los desacuerdos; por lo visto algunos de ellos insalvables práctica e ideológicamente. Por lo pronto, en el horizonte no parece haber un acuerdo social como lo fueron el del Estado de bienestar o el de la Gran Sociedad.
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