Los estudiantes de Missouri que la semana pasada forzaron la dimisión del presidente de la Universidad acamparon con tiendas de campaña en el campus. Durante una de las protestas, declararon el área un “espacio seguro”: pidieron en Twitter que no entrasen los medios de comunicación para protegerla de “narrativas insinceras y retorcidas”.
El bloqueo a los medios ha suscitado una debate sobre si los alumnos violaron la libertad de expresión y el derecho a la información. La polémica ha dividido además las reflexiones sobre los actos racistas en el ámbito universitario entre dos sectores. El primero tilda a los jóvenes universitarios de “mimados”, les acusa de no querer escuchar opiniones contrarias y condena la tendencia que en los últimos años ha llevado a censurar desde proyecciones de películas hasta oradores porque el alumnado no coincidía con sus perspectivas. El segundo pide separar la conversación sobre los límites a la libertad de expresión del debate sobre la tolerancia a actos racistas que denuncian dentro de las universidades.
En Yale, la polémica surgió después de que la Administración enviase un mensaje a los estudiantes sobre disfraces de Halloween “potencialmente ofensivos”. En Princeton, los alumnos bloquearon el discurso de graduación del rapero Big Sean porque denunciaron que sus letras eran misóginas. En Harvard, una profesora de Derecho denunció que no podía mencionar casos de violaciones en sus clases por el riesgo a “despertar” recuerdos traumáticos. En Colorado pidieron que no se proyectase la película Stonewall porque, en su opinión, no representa adecuadamente el papel de los afroamericanos en el movimiento por los derechos de los homosexuales. Y en Missouri una profesora escribió que había escuchado la palabra “N” (en referencia al término despectivo ‘nigger’) “demasiadas veces como para llevar la cuenta”.
En todos estos casos los estudiantes han reivindicado la existencia de “espacios seguros” en las universidades. El concepto surgió en Estados Unidos en los años 60 en bares y locales donde se podía reunir la comunidad gay, perseguida por las leyes. Según relata el escritor Malcolm Harris en Fusion, el movimiento feminista adoptó posteriormente el modelo, creando zonas de reunión y debate. “Un espacio seguro no estaba libre de desacuerdos internos, pero sí indicaba entonces una devoción a un proyecto político común”, explica. “Quienes intentan quebrantar el movimiento, deliberadamente o no, deben quedarse fuera”.
Esta idea habría justificado la decisión de los estudiantes de Missouri, que expulsaron a un reportero de ESPN que cubría la presencia de miembros del equipo de fútbol en la protesta, a pesar de que este gesto chocaba contra los límites de la libertad de expresión.
La sociedad estadounidense es una de las que más respalda el derecho a hacer declaraciones públicas que resulten ofensivas para grupos minoritarios —un 67% de la población lo apoya— o que insulten sus creencias y religión —con un 77% de respaldo—, según la última encuesta de actitudes globales del Centro Pew Research. La media en el resto del mundo es de un 35% en ambos casos.
Pero hay quien lo interpreta de manera distinta. Jamelle Bouie, periodista de Slate, recordó en una entrevista en NPR que durante su etapa universitaria “había cosas que no hacía y sitios a donde no iba porque no quería lidiar con la posibilidad de enfrentarse a un insulto racista”. A quienes contestaron que estudiantes como los de Missouri o Yale deberían “ser más fuertes”, Bouie les pide “que imaginen lo que sería vivir en un sitio [la universidad] que prácticamente es tu hogar y no poder disfrutarlo porque te preocupa ser insultado con términos que llevan implícita una amenaza”.
Bouie se refiere a quienes han acusado a los alumnos de Missouri y Yale de “militarizar” el uso de espacios seguros o de inaugurar una “nueva intolerancia del activismo estudiantil”, como escribió Conor Friedersdorf en The Atlantic. Un primer editorial de The Wall Street Journal calificó a los estudiantes de “pequeños Robespierres”. El segundo denunció que la mentalidad de la nueva generación “amenaza con destruir las universidades como lugar de aprendizaje” y que “en cuanto los adultos progresistas abdican, los niños toman el mando en el campus”. “Independientemente de lo que uno piense del uso de espacios seguros en cualquiera de estos contextos, es difícil imaginar cualquier idea menos compatible con los objetivos de una universidad”, dice la revista conservadora The National Review en un artículo titulado ‘Se equivocan los estúpidos manifestantes estudiantiles’.
“La conversación sobre la libertad de expresión nos ha distraído del hecho de que en muchas instituciones, predominantemente blancas, hay una minoría de estudiantes, en su mayoría negros, que no se sienten bienvenidos”, añade Bouie. Como ella, la escritora Roxane Gay defiende en The New York Times la libertad de expresión, incluso cuando es empleada para insultar, pero asegura que esto “no garantiza que uno quede libre de las consecuencias”. Gay lamenta que “en vez de analizar por qué los manifestantes necesitaban ese espacio seguro en un primer lugar, la mayoría se haya escudado detrás de la Constitución”.
Desde las redes sociales hasta los editoriales en los periódicos, el debate que empezó en Ferguson y ha llegado a los campus universitarios sigue vigente tras más de una semana de protestas y sin que las dos partes enfrentadas se pongan de acuerdo en qué se debe resolver primero: la presencia del racismo que denuncian los estudiantes o su interpretación de los espacios seguros y las consecuencias para las libertades.
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