The Problem Is Not Trump, but What He Represents

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Observar y escuchar la campaña de Donald Trump es, en cierta forma, como retroceder en el tiempo y ver el nacimiento del nazismo en la Alemania de 1920.

No es que Trump sea nazi. Al menos nada en su historial lo ubica en esa posición ideológica. Irresponsable, necio, mentiroso, sí, ciertamente; su retórica es ponzoñosa, insidiosa, detestable. Y si habla como pato, camina como pato, se junta con patos y nada como pato, la apariencia es convincente, es pato —aunque él insista en que es pollo.

El hecho, en todo caso, es que, según la historia, los alemanes de los años 20 y 30 del siglo XX no eran ni más ni menos totalitarios o racistas que otros, pero salían de una brutal Primera Guerra Mundial y una humillante derrota militar, bajo condiciones aún peores; sin esperanzas para el futuro y con la sensación de estar inermes ante un mundo hostil.

Hoy, en la segunda década del siglo XXI, la población estadunidense, o al menos una parte de ella, siente un extraordinario temor ante el cambio socioeconómico que vive su país. El temido cambio demográfico ya no es una amenaza, sino una realidad y los “blancos” son de repente la mayor minoría del país, no la mayoría absoluta.

La situación económica no se manifiesta en Estados Unidos como en la Alemania de hace casi 100 años, con alta inflación, pero sí con expresiones de desconfianza y una creciente diferencia en la distribución de la riqueza; la economía no garantiza ya el “sueño americano”, sobre todo para personas con relativamente bajo nivel escolar.

Esa atmósfera, sin embargo, hacer evocar la rabia y el revanchismo. En el caso alemán se tradujo en Adolfo Hitler y su ideología racista, ultranacionalista. En el caso estadunidense es al menos esta vez Donald Trump, un hombre que habla sin filtros, exagera o miente con singular desparpajo, y no retrocede aun cuando

se le demuestre que está equivocado.

Se le define como populista y ciertamente lo es. Por lo menos en sus decires, no respeta instituciones ni toma en cuenta legalidades… ni realidades.

En ambos casos, la Alemania de la posprimera guerra y el Estados Unidos de los 2010, partes de la población han creído que la clase política traicionó a sus ciudadanos y, por tanto, que los procesos democráticos no funcionan.

Y de la misma forma que Hitler apeló a los más bajos instintos de los alemanes y su deseo de orden y prosperidad, Trump llama a los más bajos instintos de los estadunidenses y su latente sentimiento de frustración.

Trump probablemente no sea neonazi ni mucho menos. Pero su retórica apela implícitamente al odio racial y al supremacismo blanco.

Qué tan lejos puedan llegar Trump o quienes van a su sombra, como el senador Ted Cruz; o hasta dónde pueden llegar o ser llevados los miedos y la cólera de quienes los escuchan, es algo que está por verse. Pero están ahí, y pueden convertirse en un factor electoral.

Claro que en el caso alemán hizo falta un literal golpe de fuerza, algo que los estadunidenses creen que está fuera de lugar en su sistema político. Pero Trump —como buen populista— no parece estar por encima de la idea de movilizar al populacho para presionar por sus metas, cualesquiera que sean.

Lo peor, en todo caso, es darse cuenta de que alguien escucha y cree su cada vez más retorcida lógica y argumentaciones, sus mentiras, su ponzoñosa oratoria.

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