Algo profundamente hosco ha salido a la superficie durante los dos mandatos de Obama.
Estados Unidos encara año electoral en una atmósfera viciada por una insólita radicalización de los dos bandos que se disputarán la presidencia. La campaña ensordecedora del demagogo Donald Trump es el fenómeno más visible en un ambiente dominado por las pasiones, un enfoque binario de los problemas y la sensación de que en las trincheras republicanas se libra una batalla interna para hacerse con la hegemonía cultural en el partido. Mientras en las filas demócratas la fuerza de los hechos -la superioridad de Hillary Clinton sobre sus adversarios- ha hecho posible un clima preelectoral casi versallesco, en el campo republicano la lucha por la supervivencia enfrenta al conglomerado ultraconservador (Tea Party, fundamentalistas cristianos, islamófobos, añorantes de un pasado blanco) con el conservadurismo clásico, el que constituyó el núcleo ideológico hasta la presidencia de George H. W. Bush.
Desde que Barack Obama fue elegido presidente en el 2008, no ha pasado día sin que en la heterogénea amalgama de la extrema derecha se haya dejado oír alguna voz partidaria de la política de tierra quemada. El reformismo pragmático del presidente ha alentado a los alarmados a no cejar y logros específicos de la Casa Blanca -el ensanchamiento de la sanidad pública, la reanudación de las relaciones con Cuba, el acuerdo con Irán, el matrimonio gay- han inducido a elevar el volumen a cuantos se sienten agraviados por el atrevimiento presidencial. Aunque acaso el mayor de los agravios para una parte no menor de ellos tenga que ver con viejos prejuicios raciales a pesar del medio siglo transcurrido desde que Lyndon B. Johnson firmó la legislación sobre derechos civiles.
Algo profundamente hosco ha salido a la superficie durante los dos mandatos de Obama, y la campaña que se avecina estará en gran medida subordinada al propósito de la derecha radical de deshacer lo más significativo de su legado o, al menos, de amenazar con hacerlo, de prometer que no quedará piedra sobre piedra de aquello que constituye el DNI del primer presidente negro. Los think tank de ambos bandos trabajan sobre tal hipótesis, que condicionará por un igual los eslóganes de los dos partidos: los republicanos, porque cualquiera que quiera disputar la nominación a Trump deberá asumir parte de su léxico apocalíptico; los demócratas, porque deberán evitar a todas horas que el electorado más asustadizo llegue a la conclusión de que el american way of life corre grave peligro.
La ambigüedad recurrente de Obama en situaciones de urgencia extrema -el desafío del Estado Islámico, la crisis de Ucrania- se ha tenido siempre por señal de debilidad en el campo del conservadurismo exaltado, y en él han sonado a claudicación compromisos internacionales como el adquirido en París en la cumbre del clima. Para una campaña a brochazos como la de Trump, las sutilezas diplomáticas y el multilateralismo son campo abonado para reclamar mano dura y tentetieso. Pero eso lastra forzosamente el discurso demócrata, el de aquellos precandidatos que, como Hillary Clinton y Bernie Sanders, no quieren aparecer como los descendientes políticos de Obama, pero tampoco como diametralmente diferentes a él.
«La democracia estadounidense está en un territorio desconocido», es la frase con la que el analista Robert Kuttner resume el diagnóstico de la situación. Ningún presidente hubiese sido más eficaz que Obama en salir al rescate de la clase media -las cifras de la recuperación económica lo atestiguan-, pero una parte de esa misma clase media se siente amenazada por una crisis de identidad colectiva, un intangible de naturaleza etérea, una desconfianza en el futuro que lo mismo vale a los noticiarios de la Fox para un roto que para un descosido. Un territorio desconocido en el que el desafío del terrorismo global alienta todos los temores imaginables.
Ni siquiera en los peores momentos de la presidencia de Bill Clinton, cuando apareció en los titulares la palabra impeachment, estuvo tan extendida la sensación de fractura política irreconciliable. Había en el personaje suficientes genes wasp (white, anglo-saxon, protestant) como para que la América incorregiblemente profunda lo considerase, en el fondo, uno de los suyos a pesar de sus inquietudes socializantes bajo sospecha. No es el caso de Obama, a quien el universo movilizado por Donald Trump puso la proa desde el mismo momento en que ocupó el Despacho Oval. Decir en los días de Clinton que él era el primer presidente negro no pasaba de ser una boutade más o menos ingeniosa sin mayores consecuencias; tener a un afroamericano en la Casa Blanca durante ocho años sí las tiene, y aún es útil como arma electoral cargada de prejuicios que la extrema derecha está dispuesta a utilizar mientras las encuestas no aconsejen lo contrario.
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