The (Two) United States

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A mediados del 2008, cuando todavía era candidato a la presidencia, Barack Obama pronunció un discurso ante 200.000 personas que se congregaron para oírlo en Berlín, la capital alemana. El tema central era su visión de la política exterior norteamericana y su propósito, si resultaba electo, inaugurar una era de colaboración internacional. En lugar de construir muros, dijo Obama en pleno Berlín, los países deberían derribar los que ya existen.

Fue un discurso memorable, con un mensaje muy distinto del tono guerrerista que había imperado en la presidencia de George W. Bush, y fue bien recibido fuera y también dentro de EE. UU. Siete años y tres meses después de haber asumido la presidencia, Obama sigue siendo fiel a esa visión no solo en el fondo, sino también en la forma.

En Latinoamérica, ha llevado la relación a un plano muy diferente del que históricamente ocupó. Hace cuatro décadas la política de Estados Unidos hacia la región consistía principalmente en quitar y poner títeres en las repúblicas bananeras del sur, condonando –cuando no auspiciando directamente– a gobiernos violadores de derechos humanos. Desde entonces, las relaciones han cambiado de manera sustancial.

En ninguna parte es más evidente el cambio de chip en la actual administración norteamericana que en su nueva estrategia hacia Cuba, que pone punto final a una política de aislamiento que fracasó por medio siglo. En cuanto a Colombia y el proceso de paz, en el que el apoyo internacional ha sido crítico, Estados Unidos podría haber asumido un papel pasivo, pero se ha hecho disponible cuando se lo necesita, y guardado prudente distancia cuando así se requiere.

Al presidente Obama se lo puede acusar de haber estado ausente de Latinoamérica y a su gobierno, de haber ejercido una “negligencia benevolente” hacia sus vecinos, como sostienen algunos, pero cuando él dice que inauguró un nuevo capítulo en las relaciones con el continente, tiene razón.

Ese respeto y esa moderación han marcado no solo las relaciones exteriores sino sus acciones a nivel interno, y es un estilo –un tono más bien– que tiene muchos adeptos, a pesar de que las elecciones primarias en el Partido Republicano hagan pensar lo contrario. Hay un país que se siente representado por el presidente Obama y cree que parte importante de su legado será la integridad, rectitud y sentido humanitario que le ha imprimido a toda la administración. Es un país mejor.

Pero existe otra nación cuyos contornos se han empezado a delinear a medida que el candidato republicano Donald Trump arrasa con las votaciones en los comicios primarios. Los habitantes del país de Trump tienen en común el descontento con la economía. Son gente a la que la globalización o la tecnología dejaron rezagados. Se han empobrecido y creen que la culpa es del tamaño del Gobierno y de la autoindulgencia de los políticos. Si fuera solo eso no sería grave, pero en el país de Trump todos los seres humanos no son creados iguales, las mujeres están para ser bonitas, los inmigrantes son inferiores y peligrosos, los musulmanes son terroristas y hay virtud en ser arrogante y vulgar, en lugar de educado y modesto.

Esa ha sido la gran revelación de esta campaña electoral en Estados Unidos. Ha salido a la luz un número apreciable de la población que no necesariamente cree en valores y principios universales, y que está ansioso por remplazar el clima de civilidad que Barack Obama ha implantado por un tono populista y de ‘vale todo’. Ese otro país, que no es una invención de Trump pero del cual él es su vocero, espera agazapado su turno. Por el bien de Estados Unidos y de la región entera, ojalá que no le llegue.

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