La decisión de la mayoría británica de abandonar la Unión Europea en el referéndum del pasado 24 de junio no es sólo una muestra más de la tendencia a la polarización en el mundo… lo es también del fortalecimiento del nacionalismo vis à vis la cooperación internacional. No hay duda: el pertenecer o no a la Unión Europea es el tema que más polariza a la sociedad británica. El resultado del referéndum así lo mostró: 52% votó salir y sólo 48% quedarse. Si bien la decisión de quedarse o salir se segmentó entre jóvenes y viejos, entre Londres y las zonas rurales más conservadoras, entre Escocia e Inglaterra, lo que detalla las perspectivas distintas de la población, el resultado global hizo vencer la fuerza secesionista con argumentos de corte económico (que Gran Bretaña da más a la Unión Europea de lo que recibe), y de corte nacionalista (podemos mejor solos y no nos interesa cooperar).
Además de las consecuencias inmediatas de mayor volatilidad y desconcierto financiero y social, las reacciones de los líderes y parlamentarios de la Unión Europea se vieron marcadas por el “despecho”, por el enojo y por el reclamo: los británicos no comprendieron que, en el fondo, el proyecto es uno político. Internamente, Escocia también se inconformó, pues una de las razones por las que decidió quedarse en el Reino Unido en el referéndum de 2014 fue, precisamente, no perder su pertenencia a la Unión Europea.
Ahora bien, las otras reacciones, por desgracia, han sido xenofóbicas y racistas. Los crímenes de odio en Reino Unido, según datos oficiales, aumentaron 57% en el fin de semana posterior al referéndum. Estas actitudes, aun en una ciudad tan cosmopolita como lo es Londres, aumentaron drásticamente y se han tenido que formar redes de apoyo a quienes no tienen el fenotipo británico tradicional.
Donald Trump, por su parte, aplaudió que el Reino Unido se separara, que ganara su “independencia”. Hace unos días, de hecho, señaló que Saddam Hussein sabía matar terroristas y no tenía por qué siquiera “leerles sus derechos”. Y como bien se sabe, sus comentarios son racistas, misóginos y de corte cuasi fascista. Y queda por ver qué ocurrirá en las próximas semanas de campaña electoral en Estados Unidos. Todo apunta a que se recrudecerá el lenguaje y los comentarios de esta naturaleza. El problema es que una gran parte del electorado así percibe la realidad y respalda a Trump en sus aspiraciones presidenciales. Sin haber ganado la presidencia aún, las tendencias racistas y xenofóbicas ya empezaron a manifestarse en la vida cotidiana estadounidense. Para muestra un botón basta: una de mis hijas vive en Michigan y, hace una semana, la cajera del supermercado le pidió su visa y otros documentos de identificación. No tenía derecho alguno a hacerlo, está claro, pero hay quienes comienzan a sentir que lo tienen. Situaciones como ésta se repiten cada vez con mayor frecuencia y así comienza a hacerse “políticamente válido” ser racista y xenofóbico.
Por lo anterior, resulta paradójico que, actualmente, dos de los países que lucharon contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial, que mantienen una batalla constante contra el racismo y que su población tiene un fuerte componente de inmigrantes, se radicalicen poco a poco de esta forma. Del otro lado están ni más ni menos que Alemania e Italia, otrora regímenes fascistas, que hoy impulsan la diversidad de la Unión Europea. ¿Cómo se transforman las sociedades para generar esta polarización? ¿Qué impulsa las corrientes de intolerancia y rechazo a lo que es diferente a nosotros? ¿Cómo lograr la armonía social en medio de estas tendencias divergentes y segregacionistas?
No cabe duda que debemos hacer un llamado al respecto a lo distinto, a privilegiar la tolerancia dentro del respeto entre nosotros, a la unidad en medio de la diversidad. Es la única manera de vivir en armonía.
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