The Cleveland Convention

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Hoy asistiremos a una puesta en escena que, en cada una de sus capas, describe con precisión la realidad de la sociedad norteamericana en un contexto que no podría ser más caótico. La convención del Partido Republicano en Cleveland, tras la que saldrá ungido Donald Trump como candidato a la presidencia de la nación más poderosa del mundo, reúne no sólo a los representantes del partido y sus simpatizantes tradicionales, sino a los seguidores de quien ha sabido explotar el odio y la discriminación yacentes en un amplio sector de la población estadunidense y a sus propios detractores, en lo que será, sin duda, uno de los eventos mediáticos más relevantes de los últimos tiempos.

Trump ha prometido un espectáculo que, se presume, será proporcional a su ego. La credibilidad de su candidatura tendrá que ser respaldada por un aparato mediático que sea capaz de substituir la falta de apoyo de los liderazgos tradicionales, muchos de los cuales han aducido razones tan sutiles para no asistir a la convención como la urgencia de arreglar el jardín o necesitar un corte de pelo, según recogen los principales medios norteamericanos. Trump hará uso de una producción que, en el tono y el contenido, tendrá que apelar a los instintos más primarios de la gente: el miedo y la esperanza.

El miedo y la esperanza, adaptados a su mensaje. El miedo para quienes desconfían de la administración actual; la esperanza para quienes están en franco desacuerdo. Una estrategia basada en el odio y la división: una estrategia que medra del temor y lo explota, una estrategia que no busca sumar sino encontrar diferencias. Una estrategia que le ha brindado a un oportunista la oportunidad, precisamente, para la que se ha preparado desde hace unos meses y que en unas horas contemplarán desde un estrado —con sonrisas forzadas— los políticos auténticos que ven pasar el tren para el que se prepararon toda su vida.

Así es la sociedad norteamericana hoy en día. El sueño americano del país de las oportunidades ha dejado lugar a la pesadilla de la realidad, del oportunismo, de la frivolidad. De una clase política que no ha sabido asumir los retos que comparten —a final de cuentas— las democracias en el mundo occidental: las políticas públicas encaminadas a robustecer los índices macroeconómicos dejan saldos que se cubren, a largo plazo, en la implacable cuenta por cobrar de las respuestas sociales y sus voceros más estrambóticos, como ocurrió en Reino Unido. La corrupción sin mesura, la desconexión con el ciudadano. El candidato republicano resume en sus expresiones las carencias de un sistema que ya no funciona: sus seguidores son el reflejo de una sociedad que se percibe valiosa en función de su aprobación en redes sociales, que no de su contribución real a la misma. El sistema político norteamericano es un ejemplo claro de cómo el falso resplandor de la democracia ha deslumbrado a quienes no han sabido distinguir en la demagogia imperante una desviación, que no un camino, dentro de los cauces normales de los procesos virtuosos de la democracia.

Trump llega a la candidatura con la bandera de la intolerancia, y el reclamo de una sociedad que resiente una falta de oportunidades que el virtual candidato ha sabido atribuir a generalizaciones que tienen como destinataria nuestra nación. Lo que hace unos meses era un tema de broma ya no lo es más, y es momento de tomar acciones al respecto. La postura de Cancillería deberá cambiar y hacerse cargo de una situación que, en mucho, rebasa una doctrina Estrada obsoleta desde hace demasiados años.

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