A falta de tres meses para las elecciones presidenciales de Estados Unidos, y cuando la campaña de Donald Trump empieza a presentar signos de descomposición, el candidato republicano intenta dar un volantazo. En los últimos diez días, Trump logró ofender a las Fuerzas Armadas, al despreciar a los padres de un soldado musulmán muerto en Irak, y a los propios líderes del Partido Republicano, al negarles el apoyo al presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, en las primarias de su distrito en Wisconsin, y a John McCain, candidato republicano en las elecciones de 2008, en las suyas de Arizona. También cuestionó la validez de las elecciones, insinuando que estarían amañadas, y planteó un viraje brusco en la política hacia el presidente ruso Vladímir Putin, dando por buenos los argumentos del Kremlin sobre la anexión de Crimea por parte de Rusia. El viernes, sin embargo, cambió el paso en relación con Ryan y McCain: decidió apoyarlos.
Las salidas de tono de Trump no son nuevas, pero pocas veces había sumado tantas y tan gruesas en tan poco tiempo. Los últimos sondeos reflejan una ventaja cómoda de la candidata demócrata, Hillary Clinton. Pero Clinton haría bien en no confiarse. No es despreciable el atractivo de Trump para ese amplio electorado que siente desafección hacia la clase política, demócrata y republicana, y que no parece que vaya a pasarle factura a alguien que no palidece al retractarse de sus anteriores desplantes. Lo que en algunos círculos suena a payasada o a impresentable expresión de racismo, para sus seguidores suena a rotundo desafío al establishment.
Trump conecta mejor con la base republicana que los líderes tradicionales del partido. Ahí está su victoria clara en las primarias y las recientes cifras de recaudación récord, procedente de pequeños donativos. Trump difícilmente tendrá más semanas tan malas como esta; Hillary Clinton no puede bajar la guardia.
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