Ciencia ficción: imaginación que cambia el mundo
Los 50 años de Star Trek, la serie que se transformó en fenómeno cultural, subraya los lazos entre las aventuras científicas y las películas, series e historietas que, ambientadas en el mañana, hablan de hoy
El 28 de febrero de 2015 dos universos por siglos considerados irreconciliables y ubicados en las antípodas se fusionaron en una foto. En la soledad total del espacio -el único lugar rodeado de nada y todo al mismo tiempo-, una mujer contonea su cuerpo para examinar con la devoción del entomólogo a la Tierra desde afuera. Una ventana ovalada de 12 centímetros de grosor la separa del vacío. El llamativo gesto que con orgullo expone con una mano, en cambio, la une en un instante a una comunidad de millones.
Allí, a 400 kilómetros sobre nuestras cabezas, la exhibición del “saludo vulcano” fue la única manera que Samantha Cristoforetti encontró para homenajear al actor Leonard Nimoy, que hacía unas horas había ingresado al parnaso de la inmortalidad cultural: en una especie de coming out cósmico a bordo de la Estación Espacial Internacional, la astronauta y wonder woman italiana se confesaba en una imagen no sólo fan de Star Trek, sino también deudora de esta space opera que al excitar su imaginación la había llevado ahí arriba, al espacio, a nuestra única colonia entre las estrellas.
Con poco, la foto dice mucho. Pero sobre todo retrata un lazo de sangre: el loop infinito en el que ciencia y ficción se encuentran hermanados. Porque lejos de ser un género parasitario, desde su fundación hace ya casi dos siglos la ciencia ficción se nutre de las ciencias y al mismo tiempo las alimenta con imágenes, sueños, pesadillas y ansiedades. La física, la biología, genética, astronomía, la exploración espacial y demás aventuras científicas influyen en escritores y guionistas. Y a la vez, libros, películas, series e historietas inspiran a generaciones de ingenieros, científicos y astronautas tanto en el hallazgo de sus vocaciones como en el rumbo de sus ideas y preguntas.
Una influencia mutua, invisible y sigilosa opera entre ciencia y ficción. Funcionan y discurren en un continuum, al igual que el espacio-tiempo. Durante eones, estas dos categorías que nos gobiernan fueron consideradas separadas. Hasta que en 1905 Einstein las enlazó en la teoría de la relatividad especial y se las empezó a pensar como conceptos inseparablemente relacionados.
En su caso, los intercambios entre ficción y ciencia son más simbólicos que materiales. El físico húngaro Leo Szilard, por ejemplo, admitió que su idea de la reacción nuclear en cadena la había tomado prestada de la novela El mundo liberado (1914) de H. G. Wells. Por su parte, el alemán Wernher von Braun, padre del programa espacial estadounidense, era un devoto lector de Julio Verne. En 1959, el genio de Richard Feynman inauguró la era nanotecnológica al impulsar las ideas ya vertidas en 1942 en Waldo de Robert Heinlein. Y Marvin Minsky, padre de la inteligencia artificial y fiel lector de Isaac Asimov, ayudó a crear la supercomputadora HAL 9000 de 2001: odisea espacial, que con su racional soberbia de silicio guía desde 1968 los rumbos y aspiraciones de la computación.
Pero es en Star Trek (Viaje a las estrellas) donde confluyen todos los caminos y se aprecia con una claridad que atrapa el cruce constante de estas dos narrativas. El jueves 8 de septiembre de 1966 a las ocho y media de la noche en la cadena NBC comenzó el futuro. Uno de muchos, uno para desear, uno que nos terminó conquistando.
A la creación de un ex piloto de guerra llamado Gene Roddenberry sólo le bastaron 79 episodios para reconfigurar el mundo. Como un virus, la serie se infiltró en el torrente del imaginario colectivo y lo reescribió desde adentro. No con las actuaciones de hombres y mujeres de gestos ampulosos y en aparentes trajes-pijamas, o con una nave de nombre estrechamente ligado a la historia militar estadounidense y que resucitaba la iconografía ovni, o con los siempre iguales mundos alienígenas hechos de telgopor. Star Trek moldeó al mundo al embanderar una idea revolucionaria.
En el momento más caliente de la Guerra Fría y de la lucha del movimiento por los derechos civiles, hizo lo que la mejor ciencia ficción sabe hacer bien: nos convenció de que el presente no era como el pasado y que el futuro podía ser distinto, mejor. Sin hambre, sin guerras, un porvenir multicultural al cual aspirar, donde las diferencias raciales y de género habían sido oficialmente barridas.
Ningún otro show en la historia de la televisión mundial ha influenciado a la sociedad, la ciencia, el lenguaje y la cultura de fans como Star Trek: una ficción que mutó en fenómeno cultural y forjó una realidad fuera de la pantalla con su filosofía humanista, al apostar por la fe en el progreso indefinido, la racionalidad científica, la creencia de que la tecnología es capaz de resolverlo (y complicarlo) todo, la camaradería, la tolerancia por el otro y la cooperación en tiempos y ambientes tan alérgicos a la vida.
El futuro es hoy
Pero pese a situarse en el siglo XXIII, Star Trek -en sus por ahora seis series y trece películas, como la próxima a estrenarse Star Trek Beyond- nunca fue una serie sobre el futuro. Ninguna obra de sci-fi lo es en realidad. Como le gusta decir al inglés Brian Aldiss, la buena ciencia ficción es siempre una metáfora del presente: “El futuro no existe. El escritor de ciencia ficción lo usa como un espejo colgado en la pared para mirarse a sí mismo y a su época”. La alegoría, la metáfora y la sátira y no los efectos especiales o la figura del viaje son las verdaderas armas del género.
Así vista, Viaje a las estrellas es la continuación del impulso expansionista estadounidense fundado alrededor del mito de la frontera. Ya lo dijo Frederick Jackson Turner en 1893: la historia e identidad de Estados Unidos estaban movidas por el continuo avance de los colonos en su lucha contra una naturaleza hostil. En el caso de Star Trek, el espacio -la frontera final- era el nuevo desierto a cruzar, el punto de encuentro con el otro. No es casual que westerns como Bonanza y The Wild Wild West hayan sido corridos del prime time televisivo por este y otros westerns espaciales.
El antropólogo Conrad Phillip Kottak sostiene que Star Trek nació como la extensión del mito de origen estadounidense. Y que la serie ubicó en el futuro lo que la fiesta del Día de Acción de Gracias había ubicado en el pasado: la aspiración a una sociedad asimiladora, aglutinadora, crisol de culturas y razas. “Tanto la serie como la festividad ilustran -escribió Kottak- que la creencia en la unidad a través de la diversidad es esencial para la supervivencia, ya sea en un crudo invierno o en los peligros del universo.”
En el fondo, la historia de Star Trek es el despliegue de la idea del buen imperio, aquel que se expande y controla amplias regiones del espacio para traer paz, diseminando a su paso como una especie invasiva la moral humana a lo largo y ancho de los demás sistemas solares. Lo cual no impidió que las audiencias globales se enamorasen de la verdadera riqueza de la serie y sus películas -la exploración de la naturaleza humana- y que terminara por impulsar en una especie de destino autocumplido el despegue del programa espacial, el apaciguamiento del racismo -a través del primer beso interracial en la TV- y la instalación de la atmósfera tecnológica que hoy respiramos, desde los celulares -lo primero que tocamos a la mañana, lo último que tocamos a la noche- hasta los iPad, computadoras personales, traductores automáticos, videoconferencias e impresoras de comida.
Lejos de ser una puerta de escape de la cotidianidad, la ciencia ficción constituye nuestro medio ambiente. En ciertos aspectos, hoy es el futuro de aquel ayer. Como le gusta decir al filósofo Pablo Capanna, los autores de ciencia ficción quisieron anticipar el futuro y terminaron proponiéndolo.
Los músculos del asombro
En sus diversas etapas evolutivas (ciencia novelada, novela de anticipación, romance científico, ficción científica, fantaciencia), la ciencia ficción siempre funcionó como una lente para pensar la sociedad: una máquina de sentidos que ilumina el presente. A través del distanciamiento cognitivo, el género que configuró el imaginario del siglo XX y lo que va del XXI -en todas sus variantes: space opera, gadget story, cyberpunk, technothriller, climate fiction- ofrece la posibilidad de mirar el presente desde afuera.
A través de sus fábulas de robots torpes y deprimidos que se rebelan contra sus creadores, el polaco Stanislaw Lem denunció la alienación del trabajo y los regímenes totalitarios. El Eternauta (1957), de Héctor Oesterheld y Francisco Solano López, resulta crucial para entender la historia argentina. La utopía militarista de Starship Troopers (1959) de Robert Heinlein no puede leerse desligada del “temor rojo” o fervor anticomunista en Occidente. Escrita durante la Guerra Fría, Fundación -la saga más ambiciosa en toda la historia de la ciencia ficción-, de Asimov, expresa el pavor ante una guerra nuclear o los primeros dilemas éticos despertados por la robótica. Síntoma de la desesperación poscolonialista, Dune (1965) de Frank Herbert, por su parte, sirvió para pensar los conflictos bélicos que se avecinaban: la crisis del petróleo, los conflictos en Medio Oriente, la religión, la manipulación genética y los desastres ecológicos que hoy sufrimos.
En el ADN de la ciencia ficción está la intertextualidad. Así, en cada reencarnación a los largo de sus 50 años, Star Trek funciona como electrocardiograma emocional de la época. Por ejemplo, en Viaje a las estrellas: La nueva generación (1987), la segunda entrega de la saga, la serie se adaptó a los cambios sociales en la sociedad norteamericana de la era Reagan. El conquistador -de mujeres y espacios- representado en la figura del capitán James Kirk fue reemplazado por un culto diplomático francés pero de corte shakespereano, Jean Luc Picard, en cuyo apellido resonaban las proezas de antiguas exploraciones. Y los verdaderos enemigos, ya no eran los klingon (los rusos) o los romulanos (los chinos) sino los borg, metáfora de la tecnología deshumanizada.
Durante los años 90, en la más oscura Star Trek: Deep Space Nine -gran metáfora del conflicto palestino-israelí-, la frontera ya no operaba como zona de encuentro de culturas sino como espacio de conflicto. En la primera década del siglo XXI, Battlestar Galactica -un potente drama político y religioso con un trasfondo espacial- ocupó el espacio vacío dejado por Star Trek y funcionó como una crítica al mundo post 11-S, al igual que La chica mecánica (2009) de Paolo Bacigalupi y Ready Player One (2011) de Ernest Cline exploran nuestros temores alrededor de las consecuencias sociales del cambio climático, la superpoblación y la ingeniería genética.
Como hoy demuestra el gran best seller chino The Three-Body Problem, de Liu Cixin, la ciencia ficción en el siglo XXI expresa nuestra incertidumbre sobre el futuro y al hacerlo empuja los límites de nuestra imaginación, ejercita el músculo de nuestro asombro.
“Los políticos deberían leer ciencia ficción, no westerns o historias de detectives”, escribió Arthur Clarke hace ya varias décadas. Porque, al explorar mundos y épocas lejanos, estos laboratorios de ideas nos permiten digerir las ansiedades de nuestro presente, vislumbrar alternativas y explorar posibilidades, el cambio. Como dice Ursula K. Le Guin, se trata de un medio para pensar la realidad, un método.
En el universo colectivo fabricado por Isaac Asimov, Arthur Clarke, Ray Bradbury, Robert Heinlein, Philip Dick, J. G. Ballard, Octavia Butler y tantos otros guionistas y escritores de libros, películas y series de ciencia ficción, se esconden las claves de nuestra supervivencia como especie. Un manual de usuario para aprender del pasado, comprender el presente y construir el futuro.ß
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