EE.UU., ¿candidatos sin política?
13 de octubre de 2016
“El debate D. Trump – H. Clinton está atrapado entre descalificaciones e insultos. Electores y opinión internacional se preguntan por la altura política que requiere un país que fija rumbos al planeta.”
El ejemplo, sea bueno o sea malo, tiene una poderosa influencia, solía decir George Washington, primer presidente de los Estados Unidos. Hoy, 200 años después, los candidatos a ocupar la Casa Blanca, Donald Trump y Hillary Clinton, parecen haber extraviado la libreta de enseñanzas de los padres fundadores de una nación que, por la fuerza histórica de sus ejecutorias políticas y militares, es referencia obligada de la comunidad mundial.
Ambos se enfrentan en una campaña que parece más orientada al desprestigio del opositor, que a alcanzar la altura que requieren las tesis y programas de un Estado que enfrenta numerosos retos y enigmas internos y planetarios. Desde el crecimiento disparado de la inmigración a su territorio y a Europa, hasta la amenaza terrorista del extremismo islámico que sacude a Occidente y Oriente Medio por los cuatro costados.
Las grabaciones en las que Donald Trump alardea de su posición de poder y fama, para convertir a las mujeres en objeto de su lascivia, o los señalamientos de Hillary Clinton según los cuales la mitad de los seguidores del magnate cabe en “la cesta de los deplorables”, además de no responder a preguntas urgentes de los electores sobre el estado y el futuro de la Unión, decepcionan por su procacidad tan reactiva y facilista.
Los excesos repetidos y abundantes de Trump lo llevan a perder cada vez más apoyo, incluso de los mismos líderes republicanos, y de algunos patrocinadores de la campaña que ayer exigieron la devolución de sus aportes. Mientras tanto, a Clinton no dejan de lloverle críticas por las revelaciones sobre el manejo de asuntos de seguridad nacional y del máximo interés del Estado en cuentas ordinarias de correo electrónico.
Las últimas encuestas muestran una intención de voto, favorable a Clinton, del 49 %, contra un 38 % a favor de este empresario polémico. La mayor movilidad en las preferencias se presenta entre los electores “independientes”. Pero lo que no leen estas mediciones es el grado creciente de desencanto en una audiencia desconcertada ante la inmovilidad del debate, que aún no supera el insulto agrio como recurso de popularidad.
En estas condiciones, no solo los candidatos se hunden en el desprestigio sino la campaña misma, y con ellos la reputación de la política estadounidense que luce de momento sin líderes ni liderazgos innovadores y propositivos. Al menos incapaz de responder a los desafíos contemporáneos de esa nación, por dentro y por fuera.
La prensa y los analistas parten de una premisa que desnuda la mediocridad de lo que sucede: buscar que los ciudadanos se inclinen por “el menos malo de los dos”. Una tabla que parte de los defectos (la ausencia de propuestas) y los excesos (la exposición mutua y desabrida de intimidades y defectos personales).
Es muy optimista pensar que a 26 días de la jornada electoral, el 8 de noviembre, un debate planteado así pueda cualificarse al nivel de estadistas que demanda un país con tal poderío y responsabilidad en el orden mundial. Pero, sin duda, sería afortunado, no solo para la “América de los americanos”, sino para los receptores del influjo orbital de las decisiones de Washington.
La magnitud y repercusión de lo que hagan y digan D. Trump y H. Clinton estas cuatro semanas debería, por lo menos, procurarles conciencia del impacto que tiene, entre su pueblo y en los demás, su buen o su mal ejemplo.
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