January 20, 2017

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La Primera Guerra Mundial no comenzó con el asesinato del archiduque Francisco Fernando en Sarajevo. La Segunda Guerra Mundial no comenzó con la invasión de Alemania a Polonia. Las puntadas estaban dadas desde mucho tiempo antes. Solo faltaba esperar el inevitable estallido.

De igual manera el tsunami político representado en la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos lleva años gestándose a lo largo y ancho del planeta. Significa el fin de la política tradicional, la muerte de lo ‘políticamente correcto’, la caída del telón de la lucha ideológica entre izquierda y derecha. Los rezagos de la era industrial son enterrados sin pena ni gloria abriéndose nuevos e inciertos caminos en el trasegar político de las sociedades. Resurgen con fuerza los nacionalismos y con mucha más fuerza los tribalismos que dividen las sociedades postindustriales. La política ya no será la misma. El mundo tampoco.

La victoria de Trump no debe ser entendida como el tradicional péndulo que pasa de un mandatario de centro izquierda como Obama a uno de derecha. Los discursos de Sanders y Trump tenían muchas más similitudes que diferencias y ambos apelaban al mismo electorado, a la misma tribu; los ‘quedados’ de la globalización, la clase media que siente que su zona de confort desaparece y jóvenes que resienten un establecimiento sordo y ciego a sus necesidades. Trump además capitalizó la aversión a lo que dichos sectores perciben como excesivos derechos a ‘otros’: minorías, emigrantes, Lgbt y otras tribus que consideran ajenas a su propio tejido social.

Ese mismo electorado, envalentonado por el triunfo de Trump en la mayor democracia del planeta, enfila baterías en Francia, Alemania, Holanda y toda Europa para hacerse con el mismo premio: el poder, a través del mismo discurso tribal, identitario, racial, xenófobo. Las murallas cayeron, los portones están abiertos, los cocodrilos ya no muerden y las defensas yacen acribilladas.

Y lo que ocurre al interior de las sociedades se traslapa al orden mundial cimentado sobre unos valores y principios que hacen agua. El respeto a los derechos humanos, la democracia liberal como sistema a emular y la responsabilidad para proteger dejan su lugar a los autoritarismos de nuevo y viejo cuño, a los Putin y Xi Jinping, los Erdogan y Duterte, los Maduro y Ortega, la nueva y creciente camada de autócratas en su panteón. La democracia se va quedando sin defensores, quizás la única, la última mohicana, Ángela Merkel, en una Alemania que vuelve a adquirir un protagonismo central y esencial si no sucumbe igualmente ante las fuerzas que en la cuna del nazismo buscan revivirlo con otra faceta.

La erosión de la democracia abre un periodo de incertidumbre en los esquemas de paz y seguridad que han regido el planeta desde la segunda guerra mundial y particularmente desde el fin de la guerra fría. El mundo podría estar ad portas del resurgimiento de las guerras entre Estados algo que había quedado atrás reemplazado por la proliferación de conflictos con actores no estatales. Los organismos internacionales, comenzando por Naciones Unidas, aparecen impotentes ante los nuevos desafíos globales, concentrados en ‘el sexo de los ángeles’, otros como Unesco y el Consejo de Derechos Humanos cavando su propia tumba por su obsesión patológica con Israel y los organismos regionales dinamitados por las diferencias entre los Estados miembros.

El 20 de enero será el punto de inflexión de una historia que viene tejiéndose a la vista de todos pero que muchos prefirieron ignorar.

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