Han pasado dos semanas desde la elección de Donald Trump y me sigue pareciendo inaudito.
Me cuesta muchísimo imaginar que semejante bufón pronto estará en el mismo sillón que ocuparon Thomas Jefferson, Abraham Lincoln, Franklin Roosevelt y Barack Obama.
Algunos andan diciendo que lo bueno con Trump es que es impredecible. Que una cosa era en campaña buscando votos y otra muy distinta será sentado en la Casa Blanca gobernando. Obama ha expresado la esperanza de que prime el pragmatismo para alentar un poco los ánimos y darle una oportunidad al presidente-electo. Varios líderes demócratas quieren buscar acuerdos en asuntos en los cuales Trump se ha distanciado de los republicanos tradicionales, como la construcción de infraestructura y la licencia de maternidad. Su oposición a los acuerdos de libre comercio coincide con la de Bernie Sanders.
Pero yo no sería tan optimista. Sus primeros nombramientos indican un claro regreso a la caverna. Para Attorney General, cargo que reúne algunas de las funciones de nuestro Ministro de Justicia y Fiscal General, designó a Jeff Sessions, a quien en 1986 se le negó el cargo de magistrado por racista, defiende la tortura y es de línea dura frente a la inmigración ilegal. Como Asesor de Seguridad Nacional escogió a Mike Flynn, ex militar convencido de que hay que exterminar a plomo el terrorismo del islam radical y que recientemente twiteó que “el miedo a los musulmanes es racional”. Para no hablar de Steve Bannon, quien servirá como estratega principal, quien dirigía un medio de comunicación de extrema derecha que le daba voz y proyección a grupos de supremacía blanca. A ellos se suma el nuevo vice-presidente Mike Pence, que se enorgullece de los decretos que emitió como gobernador de su estado en contra de la población LGBTI.
Lo peor no es lo mucho, o poco, que Trump pueda hacer, sino lo que ya ha desatado entre la gente. Su campaña y ahora su triunfo han legitimado el racismo, la xenofobia, el sexismo, la homofobia y la islamofobia. Las organizaciones de supremacía blanca están literalmente de fiesta: una de las más importantes festejó el triunfo a pocas cuadras de la Casa Blanca. En estos quince días se han reportado más de 700 actos de odio en el país, desde esvásticas pintadas en parques hasta agresiones contra latinos y musulmanes, según una ONG que monitorea estos asuntos.
Para los sectores progresistas en USA, esta realidad representa grandes desafíos. Ya Sanders había creado un movimiento significativo con fuerte apoyo de los jóvenes. No hay que olvidar que Hillary ganó el voto popular por más de millón y medio de votos, tres veces el margen con el cual Gore lo ganó en 2000. La mayoría de los estadounidenses está a favor del matrimonio igualitario, el derecho al aborto, el control de armamento, la legalización de la marihuana (como la votaron California y otros tres estados), la mitigación del cambio climático, es decir la agenda progresista.
Las marchas masivas que se realizaron espontáneamente en varias ciudades tras la elección son primeras señales de que el nuevo gobierno enfrentará grandes resistencias y se habla desde ahora de inmensas manifestaciones para el día de su posesión. Lo cierto es que con Trump la política en USA quedó patas arriba.
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