Hoy somos testigos de la exitosa ascensión de movimientos políticos de corte populista, que prometen cambios radicales al statu quo en nombre del pueblo y sus derechos, y que utilizan una retórica nacionalista para sumar adeptos.
En España, Francia, Grecia, Italia e Inglaterra, países a los cuales se sumó recientemente Estados Unidos, hemos visto el crecimiento de variados movimientos con características similares: se erigen como defensores de los derechos del pueblo frente a una élite que ignora sus auténticos intereses; recurren en sus campañas a valores éticos como la justicia social, la grandeza de un pasado perdido y la idea de un pueblo honrado y justo, denunciando, de paso, la decadencia moral, la corrupción y la injusticia. Canalizan el resentimiento, la amargura y la frustración que la gente suele experimentar durante una crisis económica y frente a una creciente ola de escándalos de corrupción política y económica. Y, además, prometen una redención de la política y de la vida social que se acerca a una especie de mesianismo o utopismo político.
Ante el desconcierto y la perplejidad de tantos analistas, se podría proponer una hipótesis que explique esta situación: los líderes y organizaciones populistas se han aprovechado de un vacío ético en el ámbito político para ofrecer al electorado una visión utópica de un mejor futuro para sus hijos, de una sociedad que les ofreciera una vida colectiva y personal con más sentido y esperanza.offered them a collective and personal life with more
Con el declive del viejo consenso oficial sobre los valores de una nación cristiana y la legitimación del pluralismo, las instituciones que ordenan la sociedad han tenido que afrontar una sociedad cada vez más dividida sobre cuestiones morales y de organización social. En ese contexto, los discursos políticos y mediáticos han tendido a esquivar o reducir a fórmulas simplistas y políticamente correctas algunas cuestiones cruciales para el futuro de Occidente. Entre otras, el valor de la vida humana, la pérdida de ilusión y sentido en buena parte de la población, las identidades colectivas y nacionales frente al cosmopolitismo, el auge de ideologías fundamentalistas y antiliberales, la transmisión de valores morales a futuras generaciones de ciudadanos y el manejo prudente de la crisis de refugiados en Europa.
No es que estos temas nunca se traten, sino que cuando se abordan, suele ser de modo mercenario y superficial, o bien puramente técnico. Si no es para defender el statu quo o defender las posturas dogmáticas de un partido, generalmente, se tratan los problemas sociales no como retos existenciales sino como problemas técnicos, que se pueden resolver con intervenciones científicas. Y se esconden las verdaderas dificultades de la tolerancia y convivencia detrás de afirmaciones vagas del pluralismo, diversidad e inclusión, que parecen decir todo y nada a la vez.
Nuestros representantes muchas veces no se atreven a ofrecer una defensa propiamente moral de sus políticas públicas, sino que reducen todo al imperativo casi religioso de incrementar el PIB a toda costa. La pobreza de nuestro discurso ético es reforzada por una doctrina de lo políticamente correcto, que protege ciertas prácticas políticas y creencias morales en modo absoluto de cualquier crítica, con la excusa de que los que se oponen al progreso son consumidos por odio o que sus juicios son invalidados por prejuicios irracionales.
Y aquí es donde entra el populismo, que finalmente pretende echar abajo los dogmas de lo políticamente correcto y hablar de modo cándido de los valores, preocupaciones y ansiedades de la gente. Así lo hemos visto de modo contundente en el caso de Donald Trump, que ha ganado la estima de una gran parte del pueblo estadounidense desafiando las normas de la corrección política “a lo grande”. Populistas como Trump canalizan las frustraciones acumuladas de un pueblo que ha sido privado durante mucho tiempo de un foro público donde expresar y explorar sus inquietudes.
El populismo ha triunfado una y otra vez (y sigue triunfando) porque nuestra cultura no está preparada para responder de manera inteligente y sensata al surgimiento de este fenómeno en su propio seno. No tenemos la costumbre de discutir con nuestros conciudadanos de modo abierto y matizado sobre los valores éticos. Por ende, no sabemos dar una respuesta ponderada y sincera a los discursos políticamente incorrectos y a veces extremistas del populista.
Cuando el populista comienza a ganar terreno, los representantes de la cultura dominante lo desprecian por su falta de realismo político, o le acusan de amenazar nuestra civilización con sus lemas intolerantes y que se oponen a todo consenso medianamente aceptado. Lo descartan como un fanático que no merece su atención. Y un buen día, se dan cuenta de que este fanático está respaldado por una porción nada despreciable de sus conciudadanos. Y si discrepan con sus principios morales y políticos, ya es demasiado tarde para debatir con él, porque ha sacado a su país de Europa (Brexit) o ha instalado a Donald Trump en el Despacho Oval.
Si queremos moderar los excesos del populismo es imprescindible llenar el vacío ético de nuestra vida pública de voces que puedan representar de modo más completo los intereses de todos los sectores de la sociedad y no sólo de quienes actualmente se sienten alienados. Necesitamos fomentar un debate público más equilibrado e inteligente sobre la crisis de gobierno y la crisis de valores que está pasando el mundo occidental. Probablemente, esa respuesta no provenga de los partidos políticos tradicionales, cuya cultura suele ser en el fondo bastante pragmática y antiintelectual. Por el contrario, cabe esperar iniciativas de este tipo en los medios de comunicación, en las instituciones educativas y en otros foros relevantes de la sociedad civil.
Abrir un espacio de discusión sobre los fundamentos éticos de nuestra cultura ya no es un lujo, sino una necesidad. Si no lo hacemos, abrimos paso a discursos populistas y demagogos que podrían, con sus soluciones seductoras y simplistas, poner en peligro los principios básicos de una sociedad libre y abierta.
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