A principios de los 60, cuando se construyó el muro que dividía Berlín, John F. Kennedy pronunció el que es quizás su discurso más recordado. Ahí frente al muro, reclamó libertad y dijo con orgullo que “él también era un berlinés” (que lo haya dicho mal en alemán, fue otra cosa). Kennedy se llevó esa tarde en Berlín buena parte del reconocimiento mundial.
Veinte años después, un republicano, el presidente Ronald Reagan, que estaba en las antípodas políticas de los Kennedy, comenzó a librar una lucha feroz que concluyó cuando el 9 de noviembre de 1989, el muro de Berlín cayó y comenzó la reunificación alemana, se terminó desintegrando la URSS y acabó la Guerra Fría. Uno de los capítulos clave de la estrategia de Reagan fue la legalización de unos tres millones de migrantes que estaban indocumentados, la mayoría de ellos mexicanos. Reagan, un hombre claramente conservador, comprendía que no se podía abanderar la libertad negándola dentro de sus propias fronteras. Por eso aquella amnistía.
Treinta años más tarde, Donald Trump acabó de un plumazo con buena parte de las mejores tradiciones de su país. El miércoles firmó una orden ejecutiva para construir el famoso muro en la frontera con México y amenazó con cortarles fondos federales a las ciudades santuario, las que como Nueva York, Chicago o Los Ángeles protegen a los migrantes que residen en ellas.
La orden ejecutiva que firmó Trump no habla de que México vaya a pagar por el muro, aunque Trump lo haya repetido una y otra vez, pero obliga a las agencias del gobierno federal a identificar la ayuda al desarrollo, humanitaria, militar o económica que Estados Unidos dirige a México. Se ordena, además, la contratación de cinco mil agentes migratorios más y la construcción de nuevos centros de detención en la frontera.
El muro entre México y Estados Unidos, como lo plantea Trump, ya existe desde hace años en más de un tercio de la frontera común de más de tres mil kilómetros. La orden ejecutiva no establece si el gobierno lo completará ni cómo. Todos los especialistas serios en seguridad fronteriza saben que completar el muro es inútil e innecesario y que si decidieran hacer un muro de concreto como el que proponía Trump en su campaña eso le costaría a los contribuyentes estadunidense unos 24 mil millones de dólares. El jefe del Homeland Security, el general John Kelly, quien acompañó a Trump en la firma del decreto, reconoció la semana pasada en su comparecencia ante el Senado, que el muro era insuficiente para proteger la frontera, y que “no se construirá en un momento cercano”.
Además de contratar más agentes fronterizos y ordenar la construcción del muro, el decreto de Trump quiere penalizar a las grandes ciudades del país que protejan a los inmigrantes, retirando los fondos federales para Nueva York, Los Ángeles y Chicago, entre otras. En la elección del 8 de noviembre pasado, Trump no ganó una sola ciudad de más de un millón de habitantes y, prácticamente, todas ellas están gobernadas por demócratas. La batalla legal si Trump quiere avanzar en ese terreno puede ser su tumba política. Trump, a través de otra orden ejecutiva, establece quiénes serán los migrantes que serán deportados con prioridad. Ahí están los que hayan cometido delitos y estén purgando condena, pero también una amplia gama que va desde los que hayan mentido a alguna autoridad o se hayan beneficiado de programas gubernamentales. El margen es tan amplio que podría incluir a cualquiera.
¿Qué hacer? El presidente Peña ha decidido cancelar la visita del 31 de enero a Washington. Lo entiendo, pero creo que es un error cancelar la visita, aunque no se encuentre con Trump. Peña Nieto debe ir y debe saber utilizar el respaldo nacional que puede obtener para plantar cara, quizás no necesariamente para encontrarse con Trump, pero sí ante los demás sectores de la sociedad y los medios de comunicación.
En términos de discurso no hay demasiado que perder. No dudo que quizás en las negociaciones comerciales se pueda avanzar, pero también es muy probable que, como lo ha reconocido el propio Luis Videgaray, haya que abandonar el Tratado de Libre Comercio, más aún cuando Canadá podría negociar su estatus por separado (¿realmente jugará esa carta un liberal como Justin Trudeau?).
Pero el presidente Peña debe mostrar en México y también en Washington la amplitud de la relación bilateral que implica, entre otras cosas, reconocer que Trump sí es el presidente de los Estados Unidos, pero que el poder real está mucho más pulverizado, que hay mucho por hacer y muchas batallas por dar. Implica también mostrar la amplitud del compromiso, desde la verdadera seguridad fronteriza (y lo que aporta México a ella) hasta nuestros justos reclamos por la indulgencia con que Estados Unidos trata el consumo de drogas mientras presiona a los países productores. Por supuesto que la decisión del presidente Peña de no ir a Washington debe ser apoyada, porque parte de una actitud digna. Pero me hubiera gustado también verlo dando allá esta pelea. Esta batalla política apenas comienza. Los muros, tarde o temprano, siempre son derribados.
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