Trump y Putin deben buscar una salida común en Siria
Hasta hace apenas una semana, Donald Trump se veía cuestionado por su peligrosa cercanía a Putin. Pero, tras el ataque estadounidense a una base militar siria, la tensión ha escalado tanto que el Kremlin denuncia que las relaciones entre Washington y Moscú atraviesan su peor momento desde el fin de la Guerra Fría. Probablemente, una cosa y la otra son exageraciones retóricas. Lo que sí es cierto es que, tres meses después de la llegada a la Casa Blanca de Trump, asistimos al primer choque de intereses geopolíticos de las dos superpotencias en torno a las que pivota la gobernanza mundial. Una situación inquietante para todos.
La visita de ayer a Moscú del secretario de Estado norteamericano, Rex Tillerson, buscaba templar los ánimos y acercar posturas sobre Siria. Aunque se visualizó que el entendimiento ahora mismo se antoja imposible, los encuentros con Serguéi Lavrov y con Putin, quien finalmente le recibió, demuestran el interés por ambas partes en no sepultar los cauces de diálogo.
No es fácil comprender qué ha llevado en cuestión de días a Trump a cambiar su estrategia en Siria y a colocar a Putin en la tesitura de tener que elegir entre la colaboración con EEUU y el apoyo a Asad. El republicano llevaba meses defendiendo que la caída del dictador sirio no era una prioridad, mientras que sí consideraba así la cooperación con el Kremlin para derrotar al Estado Islámico. La Casa Blanca ha justificado el giro copernicano de su actuación en el país árabe en el hecho de que Asad franqueara todas las líneas rojas con el ataque químico que dejó la semana pasada más de 80 muertos. Pero parece que con la operación bélica disuasoria a Damasco Trump ha lanzado también una advertencia mundial, la de que ha asumido que las reglas de la realpolitik están por encima de sus promesas aislacionistas.
En la Administración estadounidense, como cabía esperar más pronto que tarde, se ha impuesto la tesis de que EEUU debe seguir ejerciendo su papel de gendarme mundial. Y, para dejarlo claro, se hacía necesario advertir a Rusia de que no puede seguir haciendo y deshaciendo a su antojo en Siria, porque son demasiados los intereses en juego en la guerra civil que desangra al país, y muchas las potencias que libran sus respectivos pulsos de poder en ese tablero. Trump vuelve así al redil de las políticas de seguridad y defensa tradicionales de EEUU. A Moscú este giro le ha cogido tan desprevenido y sorprendido como al conjunto de la comunidad internacional. Pero no está dispuesto a claudicar, porque en el último año ha hecho de Siria el escenario que le ha devuelto el rol de superpotencia, tras la marginación global en la que quedó sumido el Kremlin por las sanciones occidentales tras la anexión ilegal de Crimea.
Así las cosas, el choque de intereses es irremediable y, al mismo tiempo, absolutamente perjudicial tanto para acabar con la guerra en Siria como para la lucha internacional contra el Estado Islámico. Ambas cosas exigen la cooperación entre Washington y Moscú. De ahí que ni quepa taparse los ojos ante la actuación rusa, que, en la práctica, concede impunidad a las barrabasadas del régimen de Asad -sobre el que pesan crímenes de lesa humanidad-, ni resulte deseable que la Casa Blanca se lance a una estrategia que le aleje por completo del Kremlin, por cuanto, como decimos, están obligados a entenderse en el avispero sirio.
Cada vez está menos claro si la política y la diplomacia son el arte de lo posible o de lo imposible. Pero en el contexto actual parece que la única vía de acercamiento podría pasar por que Moscú acabe aceptando poner en bandeja la cabeza de Asad, a cambio de que EEUU se resigne a que en Siria se mantenga el régimen actual. No es un contrasentido. Al Kremlin no le interesa tanto el apuntalamiento del actual dictador, como garantizarse que va a continuar el régimen dominado por la minoría alauí.
Eso mantendría el statu quo regional -no olvidemos que Siria es hoy campo de disputa entre Arabia Saudí, Turquía y las naciones suníes, e Irán-. Y, sobre todo, le garantizaría a Rusia sus posiciones estratégicas en el Mediterráneo y poder cobrarse la factura por su implicación en la guerra siria. Porque a nadie se le escapa que el Kremlin tiene puestos sus ojos en las millonarias obras de reconstrucción en el país y en los ventajosos contratos petrolíferos y gasísticos que le ha arrancado a su aliado Asad.
Atodos debe avergonzarnos que la guerra siria continúe. Y el papel de Rusia deja mucho que desear. Pero las soluciones multilaterales imprescindibles para detener la sangría en Oriente Próximo exigen atraer a Moscú a la gobernanza global. En eso Trump siempre ha tenido razón.
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