No está loco, es un niño
El presidente vulnera la seguridad del espionaje e interfiere en la acción de la justicia
LLUÍS BASSETS
18 MAY 2017 – 00:00 CEST
La teoría del presidente loco ha quedado superada. Ahora prospera la impresión de que se ha instalado en la Casa Blanca un niño de siete años, que además es maleducado y caprichoso, ignorante y consentido.
La locura presidencial podía tener rendimientos, tal como Richard Nixon llegó a defender ante sus colaboradores, especialmente ante un enemigo al que hay que disuadir con la amenaza nuclear. Un presidente loco es imprevisible y se halla fuera de todo control, de forma que no hay que provocarle ni tomar a broma sus amenazas.
Es peor si el presidente es un niño, porque incluye el caso anterior. Ya saben, es un loco pequeñito que se mete en todos los charcos y no sabe moverse sin hacer una trastada tras otra. Sus vicios de infante mimado se ven amplificados por su tamaño y su edad provecta. La culpa siempre es de los otros. Sus fallos son siempre responsabilidad de sus subordinados, perfectos candidatos al despido inminente.
Rusia entera se ríe a mandíbula batiente de las proezas del niño-presidente que sus servicios promocionaron en la campaña electoral. La última ha sido la revelación de secretos facilitados por el espionaje israelí sobre el Estado Islámico en Siria, en un doble gesto de persona inmadura, para exhibir su información privilegiada y congraciarse con los rusos. Los desperfectos son terribles: en la seguridad de los agentes sobre el terreno, en la confianza de los servicios israelíes y del resto del planeta, en la fiabilidad política de la Casa Blanca y en la seguridad de EE UU, en definitiva.
No es menos grave la presión ejercida sobre el exdirector del FBI, James Comey, para que no investigara las relaciones del exconsejero de Seguridad Michael Flynn con Moscú. Si nada impide legalmente al presidente meter la pata con sus regalos al espionaje ruso, y de rebote iraní, las presiones sobre el director del FBI destituido entran en el repertorio penal de obstrucción de la justicia, que conduce directamente al proceso de destitución, si la mayoría republicana actúa de acuerdo con los principios constitucionales.
Trump ha alcanzado la Casa Blanca con la consigna de hacer grande de nuevo a su país pero su presencia en el despacho hasta ahora más poderoso del planeta es un signo mayor e inquietante de decadencia; toda una paradoja y a la vez una ironía. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí un individuo de tan escasas cualidades personales, políticas y morales? ¿En qué ha fallado el sistema político estadounidense, con su complejo sistema de primarias y sus numerosos checks and balances? ¿Cómo se explica que el partido republicano siga confiando en un personaje tan atrabiliario en vez de promover una investigación sobre sus relaciones con Rusia y quizás su destitución?
La presidencia de Donald Trump es la demostración más palpable de que la democracia más perfecta puede terminar incurriendo en los peores vicios de la sucesión monárquica, cuando la calidad de los gobernantes absolutos y el destino de los pueblos dependían del azar de una filiación genética. Estados Unidos en manos de Trump es como España en manos de Carlos II el Hechizado, último Austria y símbolo de la decadencia del imperio.
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