Trump y Cuba (y Venezuela)
Un nuevo guion expone la miopía de Obama
La escena tenía un cierto aire retro. En Miami rodeado del anti-castrismo puro y duro, Trump era uno más entre ellos. En otra época habría sido la elite del poder de Florida, si no fuera que la ideología de la comunidad cubana es diversa hoy—en gran parte por el cambio generacional—y su comportamiento electoral volátil. Téngase en cuenta que el estado es ahora un “swing state”.
Las palabras fueron fuertes, dichas con su acostumbrada propensión a confrontar. A la animosidad con los Castro y el comunismo le agregó similares dosis de encono hacia Obama. Trump siempre deja en claro que su prioridad es deshacer el legado de su antecesor. Es menos relevante si ello efectivamente ocurre en la realidad, Trump siempre dirá que es el anti-Obama.
De hecho, lo anunciado en relación a Cuba ofrece una buena cuota de continuidad con lo heredado. Las relaciones diplomáticas se mantendrán intactas, con embajadas en ambas capitales, y se conservarán las mismas exenciones a los bienes cubanos permitidos de ser ingresados a Estados Unidos, ello a pesar de la ratificación del embargo.
Sin embargo, también habrá cambios: promover un amplio acceso a internet en la isla y aplicar con mayor rigor las restricciones al turismo, una ley escrita que con frecuencia no se cumple. De manera aún más significativa, el decreto de Trump prohíbe a los estadounidenses comerciar con firmas cubanas de propiedad del aparato militar y de inteligencia. Es que la apertura económica ha beneficiado directa e inmediatamente a la burocracia del partido mientras se mantienen las viejas penurias para la población.
Ocurre que se ha instalado en la isla un diseño de capitalismo para las elites. Para la americana por la vía del turismo y los campos de golf; para la cubana transformando a la alta nomenclatura en socia de las inversiones extranjeras. La riqueza no se distribuye, se concentra en quien, además, controla el Estado. Agréguese el usual nepotismo de una familia que ejerce el poder desde hace seis décadas.
No es un modelo original. Así ha sido una buena parte de las transiciones post-comunistas de Europa y Asia. Con poder económico en sus manos, el régimen obtiene recursos para mantener su poder político incólume. Allí donde se observa dicha trayectoria de transformación, el resultado ha sido sacrificar la democracia. Como en China y Vietnam, capitalismo de partido único es el objetivo de la oligarquía castrista.
Trump alteró el guion y lo hizo explícitamente: Cuba debe liberar a los presos políticos, respetar la libertad de expresión y de reunión, legalizar todos los partidos y llevar a cabo elecciones libres con observación internacional. Ya se dice que es paradójico que sea él, aliado de Arabia Saudita y admirador de Putin, quien reclame derechos en Cuba.
Más allá de paradojas, que son la materia prima de la política, Trump ha sido efectivo en exponer la miopía del gobierno de Obama: el “bad deal”, conceder mucho a cambio de nada. Y no es Trump el primero en señalarlo. Es un hecho constatado que los cubanos no gozan de más libertades desde el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos.
En realidad, menos. La Cuba del deshielo se ha transformado en un parque temático en donde desfila Lagerfeld, Mick Jagger canta y Madonna baila arriba de una mesa; Cuba-Disney, según ha sido observado lúcidamente. ¿No era esa la gran crítica a Fulgencio Batista? Pues se requiere de más represión para ocultar a los disidentes del campo visual de las celebridades internacionales.
Incomoda al progresismo que Trump tenga razón, pero deberían saber que la obsecuencia nunca es aconsejable. Ello especialmente cuando requiere cerrar los ojos ante la realidad, ya sea la de Cuba o la de Venezuela. Es que Trump también envió un mensaje a Caracas, reducida hoy a una suerte de protectorado con un proyecto constitucional a la medida del Partido Comunista cubano.
Ya era evidente desde la enfermedad de Chávez que Maduro sería un simple empleado de los Castro. Evidente para quien no sufra de miopía como Obama, claro está.
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