Killing Mockingbirds

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Hace muchos años -el 10 de octubre de 2006 para ser exacto- escribí un artículo titulado “Matar un ruiseñor” que publiqué en la difunta y muy llorada Clave digital. Mi intención era un poco hablar de literatura y cine, hablar sobre la famosa novela de Nelle Harper Lee y sobre la más famosa película de Robert Mulligan, y protestar, maldecir al mismo tiempo de alguna manera contra el autor de un crimen de odio que se había cometido recientemente en Santo Domingo.

El escopetero de una discoteca, un guachimán, un hombre de color con órdenes de impedir la entrada a gente de color en un país de gente color, se tomó tan en serio su trabajo que disparó contra un grupo de jóvenes de color y mató a una joven, cuyo nombre no he podido recordar, a pesar de que el infausto acontecimiento no se aparta de mi memoria.

Aunque no todos los episodios de racismo en discotecas y clubes privados desembocan en tragedia, no son pocas las que se han tenido que lamentar. Pero lo peor de lo peor es que la intolerancia subsiste, la práctica subsiste y en muchos establecimientos de nuestro glorioso paisaje se sigue negando la entrada a gente de color. Incluso es posible que el glorioso guachimán homicida se encuentre en estos momentos en libertad y realizando funciones de guachimán.

En cuanto a la intolerancia que describen la película y la novela mencionadas, muchas cosas han cambiado solamente para peor en los Estados Unidos. El país tiene apenas un 5% de la población mundial y la mayor población carcelaria del planeta (2.29 millones), seguido por China, Rusia y Brasil. Lo alarmante es que en Estados Unidos los negros “son el 6.5% de la población total pero representan el 40.2 % de los presos.” Otro porcentaje altísimo de presos es el de los latinos, que es otra forma de ser negro en la gran democracia del norte.

Matar un ruiseñor, en el sentido que le atribuye a mi juicio la novela, sigue siendo pues un deporte en estas latitudes. De aquí la importancia de airear, recrear el manifiesto antirracista de la gentil Nelle Harper Lee, la gran amiga del gran Truman Capote, y aclarar de paso lo siguiente: La palabra mockingbird, del título original de la novela, “To kill a mockingbird”, ha sido traducido erróneamente o quizás poéticamente como ruiseñor, pero el mockingbird, el pájaro burlón que imita a otros, es el sinsonte, no el ruiseñor o nightingale.

Sin embargo, y en lo que mi gusto respecta, prefiero el error y la poesía. PCS].

Alguna vez Gregory Peck fue el héroe de la gentileza norteamericana en el papel de Atticus Finch, un abogado blanco desprovisto de prejuicios en el profundo sur racista norteamericano, Monroeville, Alabama. El personaje de la primera y única novela de la señora Harper Lee, llevada a la pantalla por Robert Mulligan, -que ganó premios y causó un sacudimiento en la conciencia norteamericana- cría a sus hijos en ideas de tolerancia que vienen del más luminoso pensamiento liberal, no del fundamentalismo calvinista.

El viudo Atticus Finch predica, en una sociedad racista, la tolerancia, enseña con el ejemplo, educa en la piedad a su hijo y a su hija (la educación de los sentimientos), en el amor al prójimo, sin distinción de razas. De alguna manera explica que matar un ruiseñor es un crimen que el Señor aborrece. Implícitamente deja entender que el racismo también es un crimen abominable ante Dios. El racismo, en la conciencia de un hombre que se respete como ser humano, equivale a matar un ruiseñor.

Atticus Finch es el más prestigioso abogado de la comunidad, un abogado de principios que goza de respeto entre negros y blancos y no distingue entre unos y otros.

De repente Atticus Finch se enfrenta a una situación en la que tiene que jugarse el todo y ejercer sus principios, porque los principios no son tales, dijo alguien, si no se ejercen cuando te perjudican, precisamente cuando te perjudican.

La familia de un negro acusado de violar y golpear a una blanca, a quien nadie quiere defender, solicita sus servicios y Atticus Finch, sin dudar un instante, acepta el encargo y se emplea a fondo en medio del escándalo de sus amigos y de la sociedad blanca y racista, que acosa incluso a sus hijos y su hogar. La acción ocurre en una época (1935) en la que muchas barberías tenían letreros donde se advertía que no se permitía la entrada de perros, negros, ni judíos. En ese orden.

En el juzgado las diferencias de clase y color se establecen en dos niveles, los blancos abajo y los negros arriba en un balcón. Pero entre los negros están los hijos de Atticus Finch, bajo el manto protector de un líder comunitario, el reverendo Sikes, en la vida real.

Atticus Finch demuestra ante un jurado de blancos que el pobre negro acusado de violación en realidad fue violado o por lo menos seducido y que posiblemente el padre de la muchacha fue el que le propinó a la hija la golpiza de la que también acusan al negro. Tanto bastó para que el negro fuera condenado por el jurado de blancos. Es decir bastó que demostraran su inocencia para que lo declararan culpable. Poco tiempo después se suicida o lo matan.

La expresividad y dignidad con que el actor negro Brock Peters representó su papel es antológica, pero creo que nadie lo tomó en cuenta para fines de nominaciones al Oscar, otra forma de matar un ruiseñor.

En una escena memorable –histórica, real-, cuando Atticus Finch, derrotado pero no vencido, se prepara para abandonar la corte, los miembros de la comunidad negra se ponen de pie en reconocimiento a su coraje y se escucha la voz del reverendo Sikes dirigiéndose a la hija de éste: “Señorita, Jean Louise, párese, su padre está pasando”.

Matar un ruiseñor es una obra, una sinfonía coral -la novela y el film, la vida real- en la que el único verdadero protagonista es la comunidad de Monroeville. De ella emana un mensaje de intolerancia y un mejor mensaje de tolerancia, de humanidad y lealtades invencibles. Allí el valor no se ejerce a trompadas sino con la conducta de toda una vida. Cuando un villano borracho, esmirriado y raquítico se enfrenta a la corpulencia de Atticus Finch, le dice partidario o amante de los negros y lo escupe entre los ojos, Atticus Finch se queda mirándolo con rabia desde luego unos segundos. Bastaría un golpe para reducirlo a la inconsciencia. Pero Atticus Finch se limpia el salivazo con el pañuelo y le responde con un gesto de desprecio que lo deja impotente. Él no se iba a ensuciar con una basura racista.

“Matar un ruiseñor”, según el Nacional Geografic de enero 2006, no es solamente una novela ni el montaje teatral de una novela en Monroeville, Alabama. “Es la obsesión del pueblo”.

En Monroeville, Alabama, se monta anualmente una versión teatral de la novela de Harper Lee en la que nunca dejan de destacar la dignidad del abogado real, Dennis Owens, con actores de una comunidad que no pasa de siete mil personas incluyendo reverendos y abogados que toman parte en la obra, a la cual asisten cerca de cinco mil personas. Solamente la autora no asiste. Ella ganó el premio Pulitzer, su libro fue llevado a la pantalla y vendió treinta millones de ejemplares de su obra, pero la fama le cayó mal y se ausentó de la fama y no ha vuelto a escribir ni acepta entrevistas. Tiene el talento largo y el ego corto. Visita el pueblo a menudo y no se deja ver más que entre amigos.

Aquí, en esta comunidad mulata, como nos definió Corpito Pérez Cabral, matamos ruiseñores en discotecas que eventualmente no dejarían entrar por el color de su piel ni al presidente de la Republica ni a muchos ministros de su gabinete. Recuerdo el tristemente célebre caso de una discoteca del malecón que en manos de un italiano no permitía la entrada a dominicanos de color. El italiano estaba vinculado al parecer a unas bandas mafiosas que una noche le dieron chicharrón, como dicen los mejicanos, y amaneció felizmente muerto. Recuerdo que recientemente, el guardián de una discoteca racista dio muerte a una ruiseñora aceitunada y preciosa y recuerdo que todavía hay discotecas, centros de juergas, que no permiten el acceso de dominicanos de color, si acaso no los somos todos, y matan por diversión a un ruiseñor.

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