Primero, los malos propósitos: expulsar inmigrantes, prohibir la entrada de musulmanes, denegar derechos a las minorías sexuales o abolir el sistema de salud universal. Luego, los hechos, que afortunadamente todavía tropiezan con resistencias, Estado de derecho y división de poderes, de forma que los malos propósitos no siempre se convierten en realidad, como demuestran la acción de la justicia contra los decretos de Donald Trump o la obstaculización del Congreso a las pretensiones de abolición de la reforma sanitaria de Obama.
En todo caso, el mal está hecho, porque las pésimas intenciones terminan ellas solas produciendo sus efectos. Aunque el programa no termine cumpliéndose todo entero, el amedrentamiento ya se ha producido. El círculo vicioso de angustia e inseguridad se traduce al menos en discriminaciones y violencia en la vida cotidiana por parte de los agentes de la autoridad y de la gente corriente incluso.
Descontando el desorden geopolítico, hasta aquí bastaría para que esta presidencia suscitara la máxima preocupación. Pero luego está el mal ejemplo que cunde y se expande. Cuando el presidente del país más rico y poderoso del mundo transita por estos oscuros caminos, son muchos los que se sienten autorizados también a transitarlos o ven avaladas sus peores prácticas más o menos disimuladas hasta ahora. Aunque Trump sea un adicto de las noticias falsas, hay que reconocerle su sinceridad moral: le gustan los déspotas e incluso los criminales. Su presidencia rinde homenaje a Putin, Xi Jinping, Rodrigo Duterte, Abdelfatá Al Sisi, Erdogan, Orbán o Salman bin Abdulaziz, a los que avala y en los que se inspira. Da mal ejemplo pero también lo toma.
En consonancia con la presidencia, los derechos humanos están desapareciendo de la política exterior de Estados Unidos, prácticamente en manos de la Casa Blanca y de la familia Trump. El departamento de Estado verá recortado un 30% su presupuesto, las embajadas y cargos más estratégicos están todavía por cubrir y al frente hay un secretario de Estado como Rex Tillerson, formado en la implacable escuela de la industria petrolera, tan proclive a mirar hacia otro lado cuando se trata de extraer crudo donde rigen dictaduras corruptas. Cuando viaja a Moscú o a Riad, por ejemplo, no incurre en los sentimentalismos de sus predecesores, que procuraban entrevistarse con militantes de derechos humanos y se interesaban por los encarcelados.
Se entiende perfectamente, por tanto, la vergonzosa desatención internacional a la muerte, en condiciones que suscitan la sospecha de un asesinato de Estado, del disidente chino y premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo. George W. Bush y sus neocons buscaron en la destrucción de los budas de Bamiyan y en el burka los argumentos morales para reforzar la intervención en Afganistán en 2001 en represalia por los atentados del 11-S. Donald Trump ha encontrado en cambio razones materiales para mantener al Ejército estadounidense en el país afgano y continuar la guerra más larga, 16 años ya, librada por su país: su enorme riqueza mineral, que quiere explotar y convertir en objeto de sus deals, esos acuerdos económicos provechosos para todos.
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