Sexo, mentiras y poder
Un mundo sórdido de explotación
Era el favorito en la disputa interna del Partido Demócrata por la candidatura presidencial de 1988. Según los observadores sería el cómodo vencedor, pero solo hasta que en la primavera de 1987 la prensa comenzó a indagar sobre presuntos affaires. El candidato negó dichos alegatos, los que describió como estrategia sucia Republicana, y desafió a la prensa. “Síganme”, replicó.
Eso exactamente sucedió. La foto del candidato con su amante no tardó en llegar a las portadas de todos los medios, los tabloides tanto como los muy respetados periódicos. Se trata de Gary Hart, protagonista de un hecho histórico, un hito que marca el ingreso de la vida privada a la política. Hart retiró su candidatura a los pocos días.
Histórico porque nadie se preocupaba por los pecadillos de los Kennedy en los sesenta. A partir de los años ochenta la estrategia electoral del Partido Republicano consistió en cultivar el apoyo de las organizaciones religiosas del sur profundo e institucionalizar su espacio de poder dentro de la estructura del partido. Una vez que el fundamentalismo religioso pudo ganar elecciones, la integridad moral de un candidato debía medirse de acuerdo a estándares confesionales.
La separación entre el Estado secular y la fe se hizo más porosa. Fue el fin de la privacidad, aún antes de internet. Curiosamente, el viejo puritanismo americano adoptó un rasgo exhibicionista a través de esta nueva forma de moralidad. El dormitorio de los políticos se transformó en un legítimo ítem del debate público.
También se produjeron consecuencias no buscadas, sin embargo. Según algunos una externalidad positiva: arrojar luz sobre las relaciones de género en la sociedad en general. Haga el lector fast forward hasta 2017, a este aluvión de denuncias sobre acosos, abusos, agresiones y delitos de tipo sexual. Paradójicamente, el fin de la privacidad sirvió para descubrir un mundo sórdido de explotación. Las mujeres lo sabían; ahora lo cuentan.
Es una verdadera epidemia de crímenes y no únicamente en la política. Incluye celebridades tanto como menores de edad; el peor de todos, el abuso de menores. Ocurre en el trabajo, en Hollywood, en la televisión, en el sistema judicial de Alabama y en el equipo olímpico de gimnasia femenina, entre otros. En este último, cientos de niñas fueron expuestas al abuso durante los últimos 20 años, abuso que la propia federación ocultaba, según testificaron las víctimas.
Así es como surge #MeToo, el movimiento social que convoca a las mujeres a denunciar. La versión #YoTambién recorre el mundo hispanoparlante y se une al #NiUnaMenos, allí en los países donde el abuso adopta la forma del femicidio (o feminicidio) con demasiada frecuencia.
Lo abrumadoramente común es que todos estos casos comprenden una relación de poder. Es decir, el sexo es la moneda de cambio en una relación de dominación. Quien abusa lo hace porque puede; es decir, porque reproduce una relación por definición asimétrica en la cual la parte débil carece de recursos institucionales para defenderse. Es una explotación, lisa y llana, puntuada por la amenaza del desempleo y la humillación, sino por la del daño físico.
La asimetría, entonces, es estructural a dicha explotación. Ergo, mientras continúe será difícil detener el abuso. Están en juego los clásicos temas del feminismo: la tan radical idea que dice que hombres y mujeres son iguales, que tienen los mismos derechos. Idea menos radical cuando se tiene en cuenta que hace tiempo tienen las mismas obligaciones.
Se trata de igualdad en un conjunto de esferas. Derechos sociales, igual salario por igual trabajo. Derechos civiles, propiedad marital y derechos reproductivos, entre otros. Derechos culturales, aquellos que se definen por la subjetividad del actor, la mujer.
Y sobre todo derechos políticos, o sea, cuotas y representatividad. Compartir el poder, anclarlo en la condición de mujer y legislar en consecuencia. Allí están los recursos institucionales para luchar contra esta forma de explotación.
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