Día con día se multiplican las denuncias sobre los abusos y agresiones sexuales perpetradas contra miles de mujeres. No hay actividad política, cultural, deportiva o social en la que la conducta depredadora de los hombres en contra de las mujeres no sea motivo de noticia y justa alarma. Desde inmemoriales tiempos el abuso en contra del género femenino ha estado soterrado, y debido a ello relativamente ignorado. Es hasta ahora que ha recibido la atención que desde hace mucho se le debió dar. Uno de los hechos más relevantes y el primero en llamar la atención de millones de personas fue en 1991, cuando Anita Hill declaró que Clarence Thomas, nominado a la Suprema Corte de Estados Unidos, se había dirigido a ella en forma inapropiada con comentarios sexuales, que rebasaban cualquier relación de trabajo y amenazó con despedirla si lo denunciaba. La nominación de Thomas fue aprobada en el Senado por un colectivo en el que la gran mayoría eran hombres blancos.
Veinticinco años después, Harvey Wenstein, poderoso magnate del cine en Holly-wood, llena las primeras planas de los diarios en el mundo cuando varias decenas de mujeres, algunas afamadas artistas como Ashely Judd, Gyneth Paltrow y Angelina Jolie, lo denunciaron por haberlas agredido sexualmente. La noticia ha destapado una caja de Pandora cuyos límites son imposibles de predecir. Se pone de manifiesto que la situación es igualmente escandalosa y reprobable en la política, el deporte, la academia, el arte, lo mismo en la empresa privada que en el servicio público, donde miles de mujeres anónimas son acosadas igualmente. Conforme se acumulan las denuncias, se antoja preguntar ¿cuántas no han sido objeto de ese tipo de agresiones?
Los abusos tienen diferentes matices. Todos son reprobables, pero habría que evitar que, en la avalancha de denuncias, todos los casos fueran juzgados con el mismo rasero; evidentemente no es igual una violación que una agresión verbal. A esa lista de lamentables actitudes, se suma la ofensa del chantaje moral y la degradación de la dignidad que el sometimiento sexual de las mujeres a cambio de garantizarles un trabajo o la permanencia en el mismo. No menos reprobable la sistemática referencia a ellas con calificativos derogatorios y sexuales, lo mismo en centros de trabajo que en el espacio público.
Los ejemplos en ambos casos sobran, pero una pregunta surge cada vez con mayor intensidad: ¿cómo es posible que quien, no obstante haber sido denunciado por decenas de mujeres como depredador sexual, ocupe en la actualidad la más alta magistratura de Estados Unidos? Para muchos es el resultado del quiebre de las normas de moral y ética en un país que se presumió como líder en la observación de esos valores. En las últimas, producto de las denuncias de agresiones sexuales que ya suman decenas, ese quiebre moral se ha puesto de manifiesto. Lo que era un secreto a voces, en todos y cada uno de los centros de trabajo, se ha convertido en un sonoro basta mediante el que se reclama una sanción en contra de quienes han ejercido la coacción y el poder como medio para el abuso, no sólo en territorio estadunidense, sino en otros países, incluido el nuestro.
Cabe cierto optimismo, cuando más y más mujeres, y también hombres hay que decirlo, se manifiestan y organizan para no sólo denunciar y repeler esa conducta depredatoria, sino también para garantizar a la mujer, independientemente de su condición social y étnica, las mismas condiciones laborales y combatir además del abuso, la discriminación en los centros de trabajo y fuera de ellos. Sobre esto último hay una larga historia sobre la que habrá que dar cuenta en posteriores entregas.
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