El primer año del presidente de EE UU produce indignación y desconcierto
Cuando se cumple el primer año de la toma de posesión de Trump, el mundo sigue desconcertado por la capacidad de resistencia en el cargo de un presidente que, pese a su obvia falta de idoneidad para el desempeño de esa magistratura, no solo sigue en él, sino reforzándose cada día frente a sus rivales y enemigos, dentro y fuera de sus filas.
Trump ha roto todos los moldes y desafiado todos los usos y costumbres. Quienes pensaban que una vez en el Despacho Oval el multimillonario neoyorquino tomaría conciencia de la responsabilidad que ostenta, moderaría sus formas y daría otro tono a sus palabras y actos no tienen más remedio que reconocer que estaban equivocados. Pero Trump ha sido fiel a su estilo sembrando el desconcierto y la indignación entre particulares, sectores sociales y países enteros.
La sociedad estadounidense está hoy más dividida que nunca mientras que el orden mundial se resiente ante el unilateralismo practicado por Trump. Dentro de EE UU, Trump ha profundizado la brecha entre quienes le apoyan y los críticos a su gestión, creando una peligrosa dinámica amigo-enemigo, de la que sacan tanto partido los populismos. Ha colocado a 11 millones de inmigrantes ilegales en el punto de mira, utilizándolos además como chivo expiatorio permanente de males que él como presidente tiene la responsabilidad de combatir, como el terrorismo o la delincuencia.
Sus medidas económicas, aunque han estimulado la economía y la creación de empleo, lejos de ayudar a las clases empobrecidas que creyeron sus promesas, han aumentado todavía más las diferencias con los ricos y desmontado el bosquejo de Estado de bienestar que Obama había comenzado a construir con la asistencia sanitaria universal. Sus insultos a periodistas, políticos, actores y cualquiera que se le haya puesto a tiro en Twitter han sido incesantes, dando una lección de irresponsabilidad en el uso de las redes sociales. Y finalmente la confusión permanente entre sus actividades privadas y su cargo, el papel irregular que juegan en la Administración su hija Ivanka y su yerno y las sonadas desavenencias y rupturas con sus colaboradores han hecho de la Casa Blanca un nido de rumores más que un órgano de gobierno estable y predecible.
En el exterior de EE UU la huella de Trump no ha sido mejor. Los insultos a sus vecinos —desde México, como país de violadores y narcos, a El Salvador y Haití, como agujeros de mierda—, las bravatas con las que ha gestionado crisis como la de Corea del Norte o Irán han sido acompañadas de un empeño deliberado en debilitar el orden multilateral construido tras el final de la II Guerra Mundial. Su abandono o anuncio de abandono del Acuerdo de París, del Tratado de Libre Comercio con Canadá y México, del Tratado del Pacífico, de la Unesco, su retirada de fondos a la ONU, están causando un gravísimo daño al prestigio internacional de EE UU y a las relaciones con sus aliados. Sin embargo, esa firmeza se ha evaporado a la hora de tratar con el autoritarismo ruso —cuyo papel en la elección de Trump está demostrada— China o Arabia Saudí. El balance no puede ser peor, pero nada parece indicar que Trump, y con él, los demás, haya tocado fondo.
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