Si hay algo que no se le puede cuestionar a Donald Trump es su falta de coherencia. Desde su campaña dejó en claro cuál iba a ser la impronta de su gobierno y de ese libreto no se ha salido.
Durante su primer año atacó con saña a los medios de comunicación que considera hostiles a su mandato. Denigró de sus opositores políticos. Dejó en claro que para él los inmigrantes son un estorbo y un peligro para el desarrollo de su país. No ha ahorrado esfuerzos para estimular una política proteccionista y aislacionista, con el propósito de salvar a los trabajadores de una crisis económica que no existe. Prometió aprobar una reforma tributaria profunda y lo cumplió. Dijo que no creía en el cambio climático y sacó a Estados Unidos del acuerdo de París.
No se puede desconocer que Trump ha sido consecuente con sus promesas. Pero otra cosa son los efectos que tales decisiones tienen sobre su país y el mundo. Su primer año al frente de la mayor potencia del mundo ha sido azaroso, con un gobierno cerrado, la peor calificación de un presidente en 70 años y con un país dividido como nunca antes, salvo durante la Guerra Civil.
En estos primeros doce meses la economía florece sin darle crédito a las políticas de su antecesor, la baja de impuestos impulsa el retorno de empresas aunque la incertidumbre sobre el comercio mundial es predominante. Al borde de una guerra nuclear por sus enfrentamientos con el inestable dictador de Corea del Norte, Trump busca en el estrépito y las provocaciones frecuentes y desaforadas la posibilidad de escapar del escándalo de los vínculos de su campaña y los de su familia con Rusia.
El mandatario recurre al nacionalismo e incluso al racismo para generar respaldos en los sectores más recalcitrantes de la derecha estadounidense que siempre lo han respaldado, y entre quienes se benefician de sus decisiones. Por eso su insistencia en la construcción del muro en la frontera con México y sus referencias a Haití y al continente africano como letrinas mientras afirma que la inmigración de personas de raza blanca es lo que necesita su país.
En el estilo Trump se gobierna a través de Twitter, con trinos desaforados, agresivos y mentirosos. Mucho se ha dicho que el Presidente está demente, lo que responde más a los intentos de sus opositores para socavar su credibilidad. Lo que está claro es que él es un genio del marketing que usa los medios de comunicación, favorables a su gestión o enemigos declarados, para crear un clima de opinión y una realidad en la cual es el eje y domina el escenario.
Eso lo utiliza también el Partido Demócrata para recoger la inconformidad, pese a la mediocridad que lo guía. Y los grandes periódicos, así como las cadenas de televisión, para recuperar audiencias y lectores que han ido perdiendo.
Así es Estados Unidos en el 2018. Un país a cuyo gobierno lo tienen sin cuidado las críticas o lo que se piense de sus políticas en el resto del mundo, porque está ensimismado y cada vez más aislado. Es la obra de su Presidente, un tipo original que puede pasar de la euforia a la amenaza más espantosa en fracciones de segundo.
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