Semana tras semana se repiten las masacres en escuelas y lugares públicos en Estados Unidos. Vienen el dolor, la indignación, los llamados al control de armas, pero, con el paso de los días, ese clamor pierde aliento ante un muro que la política y la historia han levantado, hasta el punto de que ningún presidente, ni demócrata ni republicano, ha logrado superarlo: portar un arma en ese país es un derecho y limitarlo, un atentado contra la libertad, amparada en la segunda enmienda de la Constitución.
Pero esta vez hay señales, si se quiere, de que quizás puede ser diferente. Luego del ataque del día de San Valentín, en el que un joven ingresó a una escuela de Florida de la que antes fue expulsado, para asesinar a 17 de sus excompañeros y exprofesores, los sobrevivientes, los familiares y amplios sectores han empezado a movilizarse para lograr un cambio. Bajo la plataforma #NeverAgain (#NuncaMás), miles se han concentrado en las ciudades de Florida para exigirles respuestas a los legisladores, y se está convocando para el 24 de marzo una gran marcha nacional en Washington cuyo fin es “avergonzar” a la clase política por no evitar esta sangría. Esta ya es una esperanza.
Usamos el término ‘sangría’ porque las cifras son escalofriantes. En lo corrido del 2018 han muerto unas 1.828 personas víctimas de armas de fuego; tal medición incluye suicidios, asaltos, disparos accidentales, entre otros hechos, que se han convertido en una especie de cuentagotas sangriento.
Hay varias consideraciones. La segunda enmienda se estableció en 1791, en medio de un tiempo convulso en el que el país llevaba pocos años de independencia, había inestabilidad económica y luchas territoriales, y permitirles a los ciudadanos portar un arma garantizaba de alguna manera que se pudieran defender por sí mismos. Pero de aquellos mosquetones de tres tiros a los rifles de la actualidad, que pueden disparar desde 45 cartuchos por minuto, hay una diferencia entre la vida y la muerte.
Se preguntaba el expresidente Obama, luego de una tragedia más de las que vivió su gobierno: ¿es necesario un fusil de asalto para defenderse o solo basta una pistola? Pero la constatación de la realidad fue brutal. Después de cada masacre se multiplicaban las compras de artefactos, quizás por el miedo a una prohibición o por el sentimiento de que comprando un arma más poderosa se podría defender mejor a la familia.
Otra consideración tiene que ver con el hecho de que en un país con amplias zonas rurales, un arma se percibe como algo más que necesario para defensa o cacería. A lo cual se suma la industria armamentista, que hace un lobby millonario para disuadir a los congresistas de cambiar el statu quo a través de la todopoderosa Asociación Nacional del Rifle.
Según un sondeo de The Washington Post-ABC News, el 77 por ciento de los estadounidenses creen que el Congreso, de mayoría republicana, no está haciendo lo suficiente para evitar los tiroteos masivos, mientras que un 62 señaló que el presidente Trump tampoco ha obrado.
Algo está cambiando en la sociedad estadounidense. Ya es tiempo de escuchar.
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