After more than a year of his administration, the world has already realized that Donald Trump is in possession of a premodern conception of the economy. The resurrection of commercialism by Trump is an anomaly comparable to that of health care in Western countries returning to the practice of folk medicine as the norm. It is not that protectionism was eradicated before the Trump era, but rather that it was considered a marginal, limited reaction mechanism against the progress of world trade and multilateralism. Trump’s economic policy has a stale air and is a little childish — its consequences are not, of course — like returning to metal toys and block letters. This childishness is dangerous, although for the moment it manifests more in threats than in considerable damage, which will arrive, if he continues on this road.
This rancid and childish character manifests itself not only in the enthusiastic desire to provoke commercial wars, but also in the symbolic and animistic character of his decisions. He raises the tariffs for steel (25 percent) and aluminum (10 percent), perhaps because he is playing with the nostalgic value of the steel industry in the American industrial imagination. Again, a nod to the white workers who are comfortable lamenting the invasion of immigrants and who remember a lost America. The message of tariffs on steel and aluminum is a little above the subliminal level, but, yes, on the degree of coarseness required. Neither steel nor aluminum have any special relevance for the U.S. economy, but they are reason to demonstrate that, with regard to China, "things are being done."
Faced with this collection of mercantilist grimaces — aluminum and steel are not the only ones; Trump had recently vetoed the purchase of Qualcomm by the Broadcom group in Singapore — the quality of the responses matters a lot. China has contested the veiled threat and Europe seems willing to impose tariffs on jeans and bourbon. These are forced reactions, caused by surprise and discouragement. But the best possible treatment for protectionist infection is to maintain confidence in global free trade and to resolve, as much as possible, Trump's conflicts (or bravado) through existing multilateral organizations.
There are several compelling reasons for moderation. Trump's political advisers, while still magically believing in tariffs, must be informed that protectionism harms growth and employment — in fact, steel and aluminum tariffs alone could cost the United States about 146,000 jobs — and ends up producing inflation rebounds. At the end of this chain of causes and effects, monetary policy appears as the main victim: Federal Reserve Chair Jay Powell would have to accelerate the withdrawal of monetary stimuli, which would cause a serious financial imbalance and uncertain, but considerable, damage to the confidence of the markets. It is not very plausible that today, Trump, beyond his complacent exhibitionism, runs the risk of opening a global economic war and risks putting all economic areas in a situation of open hostility to Washington. Trump must measure all his steps well, because this is exactly what is about to happen. The European Central Bank has already expressed its discomfort for what it considers a deliberate policy of depreciation of the dollar. The question is: How far will Trump take his economic hooliganism?
Después de más de un año de Gobierno, el mundo ya ha caído en la cuenta de que Donald Trump está en posesión de una concepción premoderna de la economía. La resurrección del mercantilismo operada por Trump es una anomalía comparable a que la sanidad en los países occidentales volviese a practicar el curanderismo como norma. Y no es que el proteccionismo estuviera erradicado antes de la era Trump, sino que se consideraba un mecanismo de reacción marginal, limitado, frente al progreso del comercio mundial y del multilateralismo. La política económica de Trump tiene un aire añejo, un poco pueril (sus consecuencias no lo son, desde luego), como volver a los juguetes de metal y a las cartas franqueadas. Esa puerilidad es peligrosa, aunque por el momento se manifieste más en amenazas que en daños considerables. Que llegarán, si sigue por este camino.
Este carácter rancio e infantil se manifiesta no sólo en la voluntad entusiasta de provocar guerras comerciales, sino también en el carácter simbólico y animista de sus decisiones. Sube los aranceles del acero (25%) y del aluminio (10%), quizá porque está jugando con el valor nostálgico de la industria del acero en el imaginario industrial estadounidense. De nuevo un guiño a los obreros blancos que se encuentran cómodos lamentando la invasión de inmigrantes y recuerdan la América perdida. El mensaje de los aranceles al acero y al aluminio está un poco por encima del nivel subliminal, pero, eso sí, en el grado de tosquedad requerido. Ni el acero ni el aluminio tienen una relevancia especial para la economía estadounidense, pero son motivo para demostrar que, frente a China, se están “haciendo cosas”.
Ante esta colección de muecas mercantilistas —el aluminio y el acero no son las únicas; Trump ya había vetado recientemente la compra de Qualcomm por el grupo Broadcom, de Singapur— importa mucho la calidad de las respuestas. China ha recurrido a la amenaza velada y Europa parece dispuesta a imponer aranceles a los vaqueros y al bourbon. Son reacciones obligadas, causadas por la sorpresa y el desaliento. Pero el mejor tratamiento posible a la infección proteccionista es mantener la confianza en el libre comercio mundial y resolver, en la medida de lo posible, los conflictos (o baladronadas) de Trump a través de los organismos multilaterales vigentes.
Hay varios motivos de peso para la moderación. Los asesores políticos de Trump, aunque sigan creyendo mágicamente en los aranceles, deben estar informados de que el proteccionismo daña el crecimiento y el empleo (de hecho, sólo los aranceles al acero y al aluminio le pueden costar a Estados Unidos unos 146.000 puestos de trabajo) y acaba produciendo rebrotes de la inflación. Al final de esa cadena de causas y efectos aparece la política monetaria como principal damnificada: Powell tendría que acelerar la retirada de estímulos monetarios, lo cual provocaría un grave desequilibrio financiero y daños inciertos, pero considerables, en la confianza de los mercados. No es muy verosímil hoy que Trump, más allá de su exhibicionismo complaciente, corra el riesgo de abrir una guerra económica global y se arriesgue a poner a todas las áreas económicas en situación de abierta hostilidad a Washington. Trump debe medir bien todos sus pasos, porque esto es exactamente lo que está a punto de suceder. En el BCE ya han expresado su malestar por lo que consideran una política deliberada de depreciación del dólar. La cuestión es ¿hasta qué extremos va a llevar Trump su gamberrismo económico?
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