La crisis de Facebook por el escándalo Cambridge Analytica es la primera gran crisis del nuevo mundo y plantea, ante todo, el hundimiento de la política tal y como la hemos conocido. La red social, que tiene casi 2.000 millones de usuarios en todo el planeta, consiguió hace mucho tiempo una extraña unanimidad. Todos los Gobiernos, de izquierda y de derecha, de Oriente y Occidente, vieron con preocupación su creciente influencia por la manipulación de las masas y la unificación del pensamiento que suponía Facebook.
Millones de personas volcando en su muro sus datos y revelando sus gustos y creencias a base de “likes” han convertido el invento de Mark Zuckenberg en el mejor instrumento de manipulación colectivo de la Historia. El poder siempre se ha basado en el manejo de los miedos, las creencias, los sentimientos de culpa, las aspiraciones de superación y la búsqueda de la felicidad de los seres humanos. El Vaticano, junto a algunos Estados, dio las primeras muestras del poder organizado a partir de la fe y del conocimiento de la intimidad personal, un monopolio ejercido por portavoces del pensamiento divino antes de que Gutenberg inventara la imprenta.
Facebook creó un universo en el que, por primera vez, uno no solamente existía, era libre y, además, estaba protegido para hablar de lo que quería y de quién quería, sino que, sobre todo, construía en esa relación de intimidad con sus usuarios una puerta de entrada para manipular sus creencias. Cambridge Analytica accedió de forma irregular a esos datos y personalidades de los internautas para idear formas de manipulación e influencia política. De todos los Gobiernos del mundo, el que más se resistió al fenómeno Facebook, bloqueándolo hasta donde es posible en el mundo moderno porque para eso es una dictadura, fue China. Los chinos fueron los primeros que cercaron la gran red social, mientras construían una alternativa. Después, los europeos encontraron en las diferentes trampas y usos diversos de las ventajas fiscales la razón para examinar su comportamiento y el de otros gigantes tecnológicos.
Pero, al final, Cambridge Analytica o los impuestos son solo el iceberg del verdadero problema: Facebook personifica la pesadilla de Orwell en 1984 y también el sueño inalcanzable de Goebbels y Stalin. ¿Hasta qué punto la red social no cede también a la tentación de explotar la enorme base de datos sobre sus usuarios para orientarles política y socialmente? Zuckenberg tiene una responsabilidad histórica – aunque no es el único- que afecta a la construcción de este mundo tan extraño, en el que vamos cambiando conocimiento por sabiduría.
En la era de Internet, de Google y de Apple, tenemos, en cierto sentido, más conocimiento que nunca. Pero la supresión del tiempo y de los procesos de maduración originan también sociedades cada vez menos sabias, aunque con mayor potencial para recolectar datos. En cualquier caso, el mundo moderno- construido por gente que, salvo Steve Jobs, nunca tuvo un modelo de actuación política y social- concentra lo más sagrado que tenemos los seres humanos, nuestra necesidad de comunicación y de afecto, en muy pocas manos.
Unas manos cuyo alcance no se limita a desarrollar algoritmos que han destruido el modelo de negocio de los medios de comunicación, sino que, teóricamente, defienden nuestros sueños más profundos y necesidades más esenciales de interacción. En ese sentido, Facebook ha sido el principal elemento para romper con el principio jeffersoniano aún vivo – agonizando, pero vivo- que reza que más vale prensa sin Gobierno que Gobierno sin prensa.
La dictadura de Facebook sobre la información fue algo muy sencillo de conseguir. Durante años, los medios tradicionales invirtieron miles de millones en una reconversión digital que inexorablemente pasaba, según ciertos gurús para los que no había otros escenarios posibles, por regalar sus contenidos en Internet. Decían que, cuando se obtuviese una audiencia suficiente, la publicidad devolvería la rentabilidad económica a la prensa como en los viejos tiempos.
En teoría, eso funcionaba. En la práctica, bastaba un cambio en el algoritmo de Facebook – y una oferta que no se podía rechazar- para que al final los medios de comunicación corrieran con todos los riesgos, pusieran sus marcas y financiaran su expansión. Después tendrían que pagar a la red social por el tránsito, la difusión y el éxito, permitiendo que se quedara con un negocio que no le pertenecía.
Es verdad que otras plataformas digitales aplican la misma fórmula. Al final, la esencia más relevante es que esa concentración del poder, no sólo la administración de los datos de millones de personas, sino la capacidad de manipular y seleccionar qué es lo primero que tenemos que procesar, ha creado un problema de imposible solución. ¿Quién gobierna hoy? ¿Facebook? ¿ O los Gobiernos constituidos? La indefensión de los poderes públicos- salvo en cuestiones de Defensa y ciberguerra- frente a estas nuevas realidades es lo que pone de manifiesto la crisis de Facebook. No será la única, pero sí es suficiente para redefinir el poder moderno.
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