Entre los titulares de la prensa de la semana pasada ocupó un lugar destacado la noticia de que nuestro gobierno rechazó un planteo de los Estados Unidos de que considerase expulsar diplomáticos de Rusia radicados en nuestro país.
Esa expulsión sería en represalia por el envenenamiento de Serguéi Skripal, un ex agente doble ruso y su hija Yulia, refugiados en la ciudad de Salisbury, en el sur de Inglaterra. El ministro de Relaciones Exteriores, escribió El País, describió el pedido como “impertinente”, que fue descartado inmediatamente. El Uruguay afirmó, “es un país soberano y un país fija por sí mismo las políticas de relacionamiento con el resto del mundo” (El País, 20 de abril).
El atentado fue con un veneno llamado Novichok manufacturado en Rusia y que ataca el sistema nervioso. No solamente hirió a sus dos objetivos, sino que también lastimó a otras personas que no tenían nada que ver con ellos (por ejemplo, el agente de policía que acudió al lugar). Los trabajos para limpiar todas las trazas de la sustancia en los lugares afectados de Salisbury incluirán, de acuerdo a lo que informa The Guardian, el centro comercial donde cayeron enfermos el antiguo espía y su hija, el restaurante Zizzi y la taberna Mill, que habían visitado ese día, su residencia en las afueras de la ciudad y el domicilio del policía herido en el incidente, que también necesita ser descontaminado. Se ha informado que cincuenta personas debieron ser tratadas. La limpieza tomará meses y ocupará a 200 efectivos de las fuerzas armadas de la Gran Bretaña, especializadas en ese tipo de incidentes.
No es la primera vez que ex agentes rusos asilados en la Gran Bretaña sufran una muerte prematura en circunstancias poco explicables. La diferencia entre estos antecedentes y el atentado en Salisbury radica en que mientras los anteriores fueron trabajos, digamos “limpios”, sin efectos colaterales, el reciente ataque fue indiscriminado y afectó seriamente personas inocentes y una ciudad (el collateral damage). La pregunta es si ese enchastre fue consecuencia de un error de ejecución o el fruto de una decisión deliberada encaminada a medir la fuerza y decisión de la Gran Bretaña y sus aliados de la OTAN, ante un acto de agresión tan craso.
Este episodio se suma a una larga serie de acciones agresivas de Rusia que incluyen la ocupación de Crimea, la intervención en Ucrania y el apoyo a esa auténtica monada humanitaria que es el presidente de Siria.
Hasta ahora se han sumado veinte países a las represalias. La mayoría de ellos pertenecen a la Unión Europea y la OTAN. Australia expulsó dos diplomáticos. La primer ministro de Nueva Zelanda declaró que apoyaba a los países que habían expulsado diplomáticos rusos y que estaba dispuesta a seguir su ejemplo, pero que, lamentablemente, no había encontrado ningún espía ruso para hacerlo.
Un atentado como el de Salisbury puede ser visto como acto de terrorismo de Estado y nos plantea un desafío complejo que toca intereses vitales. No solo del Reino Unido, víctima del ataque, sino también de toda la comunidad internacional.
Ese tipo de conductas son actos de agresión que atacan la soberanía de los demás Estados. No son conductas aceptables en las relaciones entre naciones civilizadas. Son un peligro para la seguridad de todos los Estados. Incluyendo la de nuestro país.
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