TLCAN: México siempre pierde
El secretario de Relaciones Exteriores, Luis Videgaray Caso, manifestó ayer en su cuenta de Twitter el rechazo a la amenaza “inaceptable” del presidente estadunidense, Donald Trump, de condicionar la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) a la adopción por parte de México de una política migratoria orientada a frenar los flujos de personas que transitan por nuestro territorio a fin de llegar al del país vecino. “México decide su política migratoria de manera soberana y la cooperación migratoria con Estados Unidos ocurre por así convenir a México”, escribió el funcionario. Agregó que “sería inaceptable condicionar la renegociación del tratado en cuestión a acciones migratorias fuera de este contexto de cooperación”.
Resulta fundamental, en primer lugar, confirmar la clase de chantajes a los que son sometidas las autoridades nacionales por parte de la Casa Blanca en el contexto de la renovación del acuerdo comercial, proceso que el mandatario estadunidense utiliza con frecuencia como instrumento de presión para obtener ventajas adicionales en diversos ámbitos. Pero es preciso también poner en una perspectiva histórica lo que ocurre actualmente, para tener una idea de cuánto terreno ha perdido México en las casi tres décadas transcurridas desde que se empezó a negociar el acuerdo comercial en su primera versión, aún vigente.
Una de las críticas que cosechó en su momento aquella negociación, y sigue siendo válida, es que en la conformación del bloque económico de América del Norte se excluyó el libre tránsito de personas. A diferencia de la construcción de la Unión Europea, que llevó a un espacio de fronteras abiertas entre los países que la integran, el TLCAN abrió las aduanas de Canadá, Estados Unidos y México a las mercancías y a los capitales, pero mantuvo un cierre férreo de la frontera mexicana-estadunidense a la circulación de las personas. Tal exclusión ha generado severas distorsiones sociales, un estatuto claramente discriminatorio para los mexicanos y un sufrimiento incuantificable para los connacionales que, ante los sucesivos desastres económicos, han buscado perspectivas de trabajo en el país vecino. Que no exista un tránsito sin visas y los mexicanos requieran permisos especiales para laborar en territorio estadunidense, no sólo los coloca en una situación de grave indefensión, sino que se ha traducido en innumerables muertes en ambos lados de la línea fronteriza.
Carlos Salinas, quien como presidente ideó y consumó las negociaciones del TLCAN, ha explicado varias veces que rechazó la propuesta del entonces mandatario estadunidense George Bush de incorporar al acuerdo comercial la libre circulación de personas a cambio de que México aceptara la inversión extranjera en la industria petrolera. Pero en 30 años los sucesivos gobiernos de Washington nunca dejaron de presionar para que nuestro país abriera el sector petrolero a los capitales foráneos, algo que terminó por ocurrir en 2014, con la implantación de la reforma energética por el gobierno actual.
En suma, en el transcurso de cuatro sexenios, México sufrió una pérdida de soberanía energética sin obtener nada a cambio. Paradójicamente, ahora es Estados Unidos el que exige vincular el acuerdo comercial tripartita a medidas migratorias, aunque no para permitir el libre acceso a territorio estadunidense, sino para obligar a las autoridades migratorias mexicanas a frenar en tierras nacionales a los extranjeros que llegan a ellas en tránsito hacia el país vecino.
En suma, la estrategia persistente de desarrollo que consiste en integrar la economía mexicana a la estadunidense en condición subordinada, seguida sin solución de continuidad del propio Salinas a Enrique Peña Nieto, pasando por Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón, se ha traducido en un permanente retroceso en la posición de México y en una creciente vulnerabilidad en el manejo de la relación bilateral. Por eso, ante la debilidad de la parte mexicana, lo más pertinente, por ahora, parece ser abandonar la renegociación del TLCAN y esperar épocas más propicias –o menos adversas– para renovarlo.
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