La escalada de acciones antimigrantes en que se ha convertido la administración de Donald Trump alcanzó niveles sin precedente en la historia estadunidense con la masiva separación de familias que intentan cruzar la frontera sin los documentos requeridos: mientras entre octubre de 2016 y febrero de este año esa cifra ascendió a mil 800 familias separadas, sólo en 13 días, entre el 6 y el 19 de mayo, 658 niños (algunos hasta de dos años) fueron alejados de sus padres en el contexto de las detenciones fronterizas. Como suele suceder en el actual gobierno estadunidense, la medida se adoptó sin calcular sus efectos ni reparar en consecuencias, por lo que se encuentra en curso una catástrofe humanitaria debido a la falta de espacio en los centros de acogida para los infantes.
Es necesario aclarar que no existe ninguna directriz que prescriba la separación de los menores por parte de los agentes fronterizos. Se trata de un efecto colateral de la política de cero tolerancia puesta en vigor en mayo, a raíz de la cual cruzar por primera vez la frontera sin documentos se reclasificó de falta administrativa a delito, llevando a que los adultos detenidos sean procesados penalmente y, por tanto, separados de los niños con quienes viajaban. No es necesario decir que este carácter indirecto de la afectación de ninguna manera reduce su naturaleza inhumana y brutal, algo señalado por organismos defensores de derechos humanos, la Organización de las Naciones Unidas (ONU), e incluso por el juez federal Dana Sabraw, quien calificó la separación de familias de inconstitucional y cruel.
Como muestran las cifras de las propias agencias estadunidenses, la crueldad de estas medidas no ha cumplido su presunto propósito de disuadir a quienes buscan ingresar a su territorio, lo cual se explica porque la actual oleada de migrantes no está conformada por buscadores de mejores condiciones laborales, sino por personas que huyen de zonas de El Salvador, Guatemala, Honduras y México, donde sus vidas corren riesgo creciente debido a la presencia de grupos criminales. En la medida en que resulta imposible convencer a un padre o una madre de que haga cualquier cosa a su alcance para poner a salvo la vida de sus hijos, la política de Trump no es sino un ejercicio de sadismo contra seres humanos atrapados en la disyuntiva entre quedarse en sus comunidades y ser asesinadas o migrar y sufrir una detención violatoria de sus derechos humanos.
La actual crisis desnuda también el colapso moral del Partido Republicano, autonombrado defensor de los valores familiares ante cualquier avance en los derechos de las mujeres o la comunidad de la diversidad sexual. Como declaró el congresista Luis Gutiérrez al apoyar la práctica de separar a los niños migrantes de sus familias, los republicanos han agotado su tiempo para hablar de valores familiares. Si a esto se suma que buena parte de la descomposición social que actualmente atraviesan las naciones centroamericanas referidas es efecto de los regímenes militares o autoritarios impuestos ahí por Estados Unidos durante el siglo pasado, queda claro que la política xenófoba en curso constituye una bancarrota ética no sólo para el presidente, sino para el partido que lo colocó y lo mantiene en el poder.
Ante la manifiesta falta de voluntad de la administración estadunidense para reconsiderar sus actos, resulta imperativo que la comunidad internacional, y en particular los gobiernos con ciudadanos víctimas de esta atroz política, ejerzan toda la presión diplomática y legal sobre el inquilino de la Casa Blanca para poner fin a un episodio en el que el bienestar físico y emocional de menores de edad es explícitamente usado como chantaje contra los adultos que, por otra parte, no hacen sino ejercer su derecho humano a escapar de situaciones potencialmente letales.
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