La declaración final de la cumbre entre Donald Trump y el presidente de Corea del Norte, Kim Jong-un, puede considerarse muy positiva y, en este sentido, el encuentro ha sido un éxito. Corea del Norte es una dictadura inestable en política exterior, está fuertemente nuclearizada y en los últimos años ha realizado numerosos ensayos de misiles balísticos en un creciente desafío a EE UU y sus vecinos.
La hostilidad prebélica de hace apenas unos meses ha desaparecido, incluyendo las amenazas personales entre ambos mandatarios. Los cuatro puntos firmados por Trump y Kim ratifican el inicio de esta nueva era entre ambos países pero sin asumir compromisos concretos. La normalización de relaciones diplomáticas entre EE UU y Corea del Norte; el intercambio de prisioneros de guerra; la desnuclearización de la península de Corea y la firma de un tratado de paz entre ambas Coreas que ponga fin definitivamente a la guerra librada entre 1950 y 1953 constituyen unas metas que ambos presidentes dejan ahora en manos de los diplomáticos. En cualquier caso, la declaración —altisonante en las palabras, mínima en los detalles— no habría sido posible sin el deshielo protagonizado durante los Juegos Olímpicos de Invierno por el presidente de Corea del Sur, Moon Jae-in, y la mediación de China.
Contrasta este logro diplomático del presidente de EE UU —y lo cómodo que se le ha visto junto al dictador norcoreano— con los enfrentamientos vividos por el mandatario con los líderes de los otros seis países más industrializados del mundo —que además son democracias— durante la cumbre del G7 del pasado fin de semana en Canadá. Si con Kim Jong-un ha tendido puentes, frente a sus aliados del G7 ha cavado un profundo foso y ha acusado al primer ministro de Canadá de mentir. Trump da la impresión de entenderse mejor en el cara a cara con regímenes autoritarios que con representantes de democracias. Pero son estos los verdaderos socios de EE UU.
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