Cumbre borrascosa
Helsinki ha sido el escenario de cumbres cruciales. El interés mundial de sus agendas resultaba claro y contundente.
La de 1975 entre Gerald Ford y Leonid Brezhnev fue la cumbre de la “distensión”, palabra clave para llevar calma al planeta a esa altura de la Guerra Fría y de la carrera armamentista.
La que sostuvieron en 1990 George Herbert Walker Bush y Mijail Gorbachov planteaba nada menos que el fin de la Confrontación Este-Oeste.
Mientras que la cumbre entre Bill Clinton y el primer presidente de la Rusia post-soviética, Boris Yeltsin, debía completar la compleja tarea cuyo diseño habían iniciado Bush padre y el impulsor de la Perestroika: el traspaso a Rusia de las ojivas nucleares y los misiles de mediano y largo alcance del arsenal soviético que estaba repartido en otros estados que integraron la URSS, como Ucrania y Kazajistán.
Esta vez la agenda de Helsinki resultaba difusa. Por cierto, resolver qué rol tendrá Bashar el Asad en el futuro Siria, no es un tema menor. Tampoco son temas menores Corea del Norte y la guerra comercial con China.
Pero el tema central no ha sido ninguno de esos, sino la injerencia rusa en el proceso electoral norteamericano, para que Donald Trump llegase a la Casa Blanca. Y lo que dijo al respecto el magnate neoyorkino al salir de la reunión, es tan absurdo que despierta sospechas.
Una vez más, Trump rechazó que haya habido injerencia del gobierno ruso; algo sobre lo que, teóricamente, él no debiera pronunciarse hasta que concluyan las investigaciones que lleva adelante la justicia estadounidense.
Muchos actos de Trump son funcionales a los planes de Putin. Patear el tablero del G-7 en Quebec tras reclamar que Rusia vuelva a esa mesa de potencias económicas; embestir contra los socios europeos de la OTAN como hizo en la última cumbre de la alianza atlántica, así como sabotear la unión aduanera que Teresa May pretende mantener con la UE promoviendo al eurófobo Boris Johnson co-mo premier británico, son actos funcionales al juego geoestratégico de Vladimir Putin. Es posible suponer que la cuestión central abordada en Helsinki de manera hermética fue cómo maquillar el verdadero e inconfesable vínculo entre los dos presidentes.
Ese vínculo tan inconfesable como inocultable, configura una extraña e inédita doble relación: una cosa es la relación entre el Estado norteamericano y el Estado ruso y otra cosa es la relación entre Trump y Putin.
El Estado ruso y Putin son una misma cosa. Pero no es así en el caso del Estado norteamericano y quien hoy ocupa la presidencia.
Para muchos demócratas y algunos republicanos co-mo John McCain, no es descabellado imaginar a Trump como una marioneta del jefe del Kremlin.
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