El pasado martes 31 de julio comenzó el juicio del exjefe de la campaña presidencial de Donald Trump, Paul Manafort. Tiene 12 cargos en su contra, incluyendo conspiración contra Estados Unidos y lavado de dinero. Dirigió la campaña de Trump de marzo a agosto del 2016. Su renuncia estuvo asociada al principal cargo que enfrenta: haber recibido decenas de millones de dólares de Ucrania y haber cabildeado en Estados Unidos a favor del depuesto presidente Viktor Yanukovych.
Al frente de la campaña, Manafort participó en la tristemente famosa reunión de la Trump Tower, donde Donald Trump Jr. se entrevistó con una abogada rusa quien presumía tener información sobre la campaña de Hillary Clinton. Este encuentro es el corazón de la investigación del fiscal especial Robert Mueller: ¿Hubo o no colusión de Trump mismo o alguien de su equipo con los rusos que evidentemente estaban espiando la campaña de la candidata demócrata?
Manafort representa al cabildero corrupto por antonomasia. El que vende influencia para beneficiarse, pero que su ambición personal y familiar lo llevaron más allá de Washington, a países tan lejanos y extraños como Filipinas, Nigeria, Somalia, Arabia Saudita y Ucrania. Pero que tenían algo en común: autócratas necesitados de los consejos de un estratega estadounidense, de una estrella consagrada en el arte de vender influencia y crear imágenes en la capital de Estados Unidos.
Franklin Foer, escritor de la revista mensual The Atlantic, publicó un extraordinario artículo en marzo pasado que detalla la meteórica carrera de Manafort.
Al arrancar la década de los 1980s, fue parte del equipo de transición de Ronald Reagan, pues había participado en la campaña. Inquieto y con enorme ambición, dejó pronto una posición gubernamental para crear su propia compañía de cabildeo y consultoría política, Black, Manafort, Stone and Kelly.
La compañía presentó una innovación. Rompió con la tradición de mantener al cabildeo separado de la asesoría estratégica electoral. Es decir, el despacho de Manafort empezó a cabildear a los propios políticos que lograba colocar en las más altas posiciones de poder de Washington. Maravilloso negocio sin vergüenza moral.
El artículo de Foer explica con detalle la insaciable sed de Manafort y su familia por lujos extraordinarios. Una hija altamente exigente que literalmente chantajea a su padre cuando se entera que tiene un affaire extra marital.
Uno de los primeros clientes extranjeros fue el polémico presidente filipino Ferdinand Marcos a mediados de los 1980s. Ante el desprestigio nacional e internacional del filipino, Manafort orquestó una elección presidencial en que, gracias al fraude electoral, Marcos ganó por un alto porcentaje. La estratagema del estadounidense era que un triunfo holgado le otorgaría legitimidad al filipino.
También estableció una relación de trabajo con Abuld Rahman Al Assir, el conocido traficante de armas. Esto le valió expandir su portafolio global y entrar en contacto con grandes oligarcas rusos como Oleg Deripaska, cercano a Vladimir Putin y recientemente sancionado por Washington. Ya en el Kremlin, conoció a un político ucraniano en la órbita rusa, Yanukovych.
Con la asesoría de Manafort, Yanukovych se convirtió en presidente de Ucrania en 2010. Por sus servicios, Manafort recibió decenas de millones de dólares. Pero en su cenit encontraría su caída. A punto de ser derrocado, Yanukovych huyó a Rusia y Manafort no sólo perdió a su rey midas sino que el nuevo gobierno de Ucrania lo ha denunciado.
De regreso a Estados Unidos, derrotado y desprestigiado, Manafort logró acercarse al más heterodoxo y prometedor de los candidatos republicanos a la Casa Blanca, Donald Trump.
El juicio actual de Manafort está centrado en sus fraudes. Sin embargo, será clave en la investigación de Mueller, pues sobra evidencia que es un personaje central para entender las conexiones de la intervención electoral Rusia y los esfuerzos de Trump y su equipo para derrotar a Hillary Clinton.
La carrera profesional de Manafort representa lo peor del pantano de corrupción e intriga que han anidado en Washington desde su fundación. Lo paradójico es que Trump, quien supuestamente fue electo para secar el pantano, le dio su última oportunidad.
Más paradójico aún es que quizá Trump se hunda con Manafort, el rey del pantano. Sólo si Mueller llega a encontrar evidencia de colusión entre la intervención rusa y el propio Trump.
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