Desde hace algunos años, los académicos sostienen que el mundo está experimentado una “recesión democrática”. Apuntan que el movimiento de países hacia la democracia se ha ralentizado o detenido e incluso, en algunas regiones, se ha revertido. También destacan un retroceso democrático en los países desarrollados e industrializados. Cuando pensamos en este problema, inevitablemente -y con razón- nos acordamos del presidente Trump, de sus ataques a los jueces, la libertad de prensa o al propio Departamento de Justicia. Sin embargo, también hay una preocupante erosión de las normas democráticas que está ocurriendo en la izquierda.
Se ha convertido en algo habitual escuchar las quejas de la izquierda para evitar que figuras controvertidas de la derecha tengan una plataforma en la que expresar sus puntos de vista. Varias facultades han revocado la invitación a ponentes como Condoleezza Rice o Charles Murray. Otras universidades se mostraron reacias o incapaces de permitir que hablaran invitados conservadores debido a las protestas que arruinaron sus conferencias.
Ahora, una polémica similar envuelve a Stephen K. Bannon, quien, en los últimos meses, ha emprendido una gira en radios y medios escritos -incluida una entrevista que le realicé en la CNN. Algunos sostienen que, desde que dejó la Administración, Bannon es un personaje irrelevante y por ello nadie debería darle un micrófono. Pero si esto fuera cierto, sin duda los medios de comunicación, que después de todo son una industria que busca beneficios, serían conscientes de esa falta de interés por parte del público y dejarían de invitarle.
La realidad es que las personas que dirigen ‘The Economist’, ‘Financial Times’, ’60 minutes’ o el ‘New Yorker’ y otras muchas empresas que han intentado recientemente contar con Bannon porque saben que es un ideólogo influyente e inteligente, un hombre que construyó la mayor plataforma mediática de la nueva derecha, dirigió la exitosa campaña de Trump antes de trabajar en la Casa Blanca y que continúa articulando y motivando el populismo que está en auge en todo el mundo occidental. Puede que sus 15 minutos de fama se estén agotando pero, por ahora, sigue siendo una figura convincente.
Steve Bannon: la línea dura de la Casa Blanca toma el control
ARGEMINO BARRO. NUEVA YORK
Su ascenso a ‘hombre fuerte’ empezó a sonar este fin de semana, durante las protestas contra el veto migratorio. Después, llegó la inclusión de Bannon en la cúpula del Consejo de Seguridad Nacional
El auténtico miedo que tiene gran parte de la izquierda no es que Bannon sea aburrido o poco interesante, sino al contrario: que sus ideas, algunas de las cuales pueden describirse como evocadoras del supremacismo blanco, resulten seductoras y persuasivas para demasiadas personas. Po tanto, la solución de sus detractores es la siguiente: no darle una plataforma y esperar que ésto haga que sus ideas desaparezcan. Pero eso no sucederá. De hecho, al intentar reprimir a Bannon y a otras figuras de la derecha, los liberales provocan que sus ideas sean vistas como incluso más potentes. ¿Acaso funcionaron los esfuerzos de los países comunistas para amordazar las ideas capitalistas?
Los liberales necesitan que se les recuerden los orígenes de su ideología. En 1859, cuando había gobiernos en todo el mundo que seguían siendo muy represivos -prohibiendo libros, censurando comentarios y encarcelando a personas por sus creencias- John Stuart Mill explicó en su obra ‘Sobre la libertad’ que la protección contra los gobiernos no era suficiente: “También es necesario protegerse de la tiranía de la opinión predominante; contra la tendencia de la sociedad de imponer… sus propias ideas y prácticas… sobre aquellos que disienten de las mismas”. Esta defensa clásica de la libertad de expresión, que el juez del Tribunal Supremo Oliver Wendell Holmes definió más tarde como la “libertad para el pensamiento que odiamos” está bajo amenaza en Estados Unidos… y esa amenaza llega de la izquierda.
Ya hemos vivido esto antes. Hace medio siglo, estudiantes también boicoteaban a ponentes cuyos puntos de vista encontraban profundamente ofensivos. En 1974, William Shockley, el científico ganador de un Nobel que, en muchos sentidos, fue el padre de la revolución informática, fue invitado por estudiantes de la Universidad de Yale para defender su aborrecible idea de que los negros son una raza genéticamente inferior que debería aceptar voluntariamente la esterilización. Debatía con Roy Innis, el líder afroamericano del Congreso de Igualdad Racial -el debate fue idea del propio Innis-. Estalló una protesta en el campus y finalmente se canceló el evento. Un debate posterior con otro oponente también fue boicoteado.
Votantes del Partido Demócrata celebran la victoria de su candidato en las primarias de Boston. (Reuters)
Votantes del Partido Demócrata celebran la victoria de su candidato en las primarias de Boston. (Reuters)
La diferencia con la actualidad es que Yale reconoció que había fracasado al no ‘blindar’ la ponencia de Shockley. Encargó un informe sobre libertad de expresión que sigue siendo una declaración de referencia de la obligación de las universidades para incentivar el debate y la discrepancia. El informe establece que una facultad “no puede convertir en su valor principal la promoción de la amistad, solidaridad, harmonía, civilización o respeto mutuo… nunca puede dejar que estos valores (…) se antepongan a su propósito central. Valoramos la libertad de expresión precisamente porque proporciona un foro para lo nuevo, lo provocador, lo perturbador y lo heterodoxo”.
El informe añade: “Tomamos un riesgo, al igual que la Primera Enmienda, cuando nos comprometimos con la idea de que las consecuencias de la libertad de expresión contribuyen al bien general en el largo plazo, sin importar lo desagradables que puedan parecer en un principio”. Es en esta apuesta por el largo plazo, en esta apuesta por la libertad -de pensamiento, creencia, expresión y acción- donde se sustenta la democracia.
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