After the Show Business Madness

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Después de la jauría del ‘show business’

Tras la sordidez del caso y los esfuerzos de la Casa Blanca para salvar a Kavanaugh se esconde el temor republicano a llegar con plomo en las alas a las elecciones parciales al Congreso

Salvo inclinación manifiesta a ver conspiraciones detrás de cada problema, algo a lo que Donald Trump es bastante aficionado, el futuro del juez Brett Kavanaugh se aleja cada día más del Tribunal Supremo al multiplicarse las acusaciones de acoso sexual dirigidas contra él. Es bastante improbable que detrás de los alegatos de Christine Blasey Ford y otras cuatro mujeres se esconda una “estafa política” urdida por los demócratas, como ha dicho el presidente, y es asimismo bastante improbable que Kavanaugh salga indemne de la prueba por más que abunde en desmentidos y proclame su inocencia.

Aunque la prensa más reaccionaria vea en el episodio rasgos de surrealismo y aun de la política convertida en infierno, la sensibilidad a flor de piel ante los casos de acoso sexual y algún vergonzoso precedente –la declaración de Anita Hill contra Clarence Thomas en 1991, que no evitó la confirmación de este para incorporarse al alto tribunal– operan en contra del nominado para el Supremo. Incluso la bravuconería de Trump de presentar el movimiento MeToo como “muy peligroso” para los hombres poderosos, estando el mismo bajo los focos de la sospecha de haber comprado el silencio de dos mujeres, reduce el margen de maniobra de Kavanaugh.

Detrás de la sordidez del caso y de los esfuerzos de la Casa Blanca para salvar al sospechoso o señalado se esconde el temor republicano a llegar con plomo en las alas al 6 de noviembre –elecciones parciales al Congreso– y perder la mayoría en una de las dos cámaras. Algo que el equipo de Trump ve poco menos que como una catástrofe potencial, porque en tal situación debería el presidente dejar de disparar a todo lo que se mueve o bien optar por una guerra abierta con el Legislativo de desenlace incierto.

A largo plazo, está en juego la consolidación de una mayoría conservadora en el Tribunal Supremo –los magistrados lo son a título vitalicio–, un objetivo perseguido por el Partido Republicano desde el ocaso de la presidencia de Barack Obama. En una sociedad fracturada como la estadounidense, bajo la autoridad de un presidente que retiene el grueso de su electorado del 2016, pero con un índice de aceptación en las encuestas a escala federal por debajo del 40%, sería un enorme triunfo llegar a las midterm de noviembre con la confirmación de Kavanaugh, que sería también el de una versión del país encerrado en sí mismo, el de un nacionalismo retardatario, grandilocuente y ultraconservador.

Sería, en todo caso, un éxito con un altísimo precio institucional: la erosión de la imagen del Tribunal Supremo, con su independencia de criterio razonablemente a salvo hasta la fecha. Porque aunque el presidente diga que “la gente quiere fama, quiere dinero, quiere todo eso”, lo cierto es que la opinión pública no es insensible al testimonio de mujeres que someten a escrutinio público los peores momentos de su vida privada; sabe distinguir entre la farsa de los reality shows y el abrupto comportamiento que se atribuye a Kavanaugh, presuntamente tan parecido al de Harvey Weinstein y la jauría del show business.

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