Avance en el estado de Washington
El tribunal superior del estado de Washington, en el noroeste del territorio estadunidense, estableció que la pena de muerte es inconstitucional y optó por abolirla en esa entidad. Desde hace décadas diversas organizaciones humanitarias de Estados Unidos y del mundo han presentado argumentos tan universales como contundentes en contra de la pena capital: se trata de una violación del derecho humano básico e irrenunciable a la vida, es un castigo desusadamente cruel e inhumano para el reo y para sus familiares, degrada la función del Estado como garante de la protección absoluta de la vida como fin supremo y lo coloca en el mismo nivel que los criminales, atenta contra la dignidad del sentenciado y de la propia sociedad, en la medida en que es venganza y no justicia, renuncia al principio de rehabilitación de los infractores, da pie a errores judiciales irreparables y carece de cualquier efecto disuasorio, por lo que, a la postre, resulta completamente inútil para reducir los índices delictivos.
Pero la corte suprema estatal no se fundamentó en esas líneas argumentales; en cambio, determinó que la pena de muerte es inválida porque es aplicada de manera arbitraria y racista, con lo que hizo hincapié en las singularidades nacionales de esa práctica inhumana. Como se sabe, aparte de numerosos casos en los que el sistema de justicia del país vecino ha enviado a inocentes y a individuos inimputables (por ejemplo, menores de edad y personas afectadas de sus facultades mentales) a la horca, a la silla eléctrica o a la cámara de inyección letal, tal castigo casi nunca se reserva a los peores delitos sino a las personas más desfavorecidas por las circunstancias judiciales: defensorías de oficio inadecuadas, delaciones en el contexto de acuerdos de reducción de penas entre los principales culpables y las fiscalías o descuidos inexcusables de los propios tribunales, como la no valoración de pruebas y testimonios exculpatorios.
Pero la falla más grave de la justicia estadunidense es su característico sesgo racista y clasista. En igualdad de circunstancias objetivas, los afroestadunidenses y los latinoamericanos, de origen o ascendencia, tienen muchas más probabilidades de acabar ejecutados que un ciudadano de rasgos caucásicos. Así, aunque los asesinatos de blancos y de negros arrojan cifras prácticamente iguales, 80 por ciento de los ejecutados desde 1997 lo fueron por matar a víctimas de piel clara; los afroestadunidenses constituyen 12 por ciento de la población, pero 40 por ciento de los sentenciados a muerte pertenecen a esa minoría, la cual suele quedar excluida de los jurados que deben pronunciarse sobre la inocencia o la culpabilidad de los acusados.
Esa discriminación se agrava en el caso de mexicanos y demás latinoamericanos, en la medida en que a los acusados se les suele negar el derecho a la asistencia consular de sus países de origen, establecido por el artículo 36 de la Convención de Viena y a un traductor hispanohablante.
Finalmente, en tiempos en los que la potencia del norte pasa por una fase de exacerbado conservadurismo, chovinismo y populismo penal –fase que se hizo patente con la elección de Donald Trump a la Presidencia–, llama positivamente la atención el hecho de que un poder judicial local en Estados Unidos se haya decidido a eliminar una práctica penal ignominiosa y repulsiva que es del todo incompatible con los principios por los que debe conducirse una sociedad democrática moderna.
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