Michelle Obama: The Story Continues

 

 

 

 

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Hay una escena en el inicio del libro de Michelle Obama que resume mejor que ninguna otra lo que para ella supuso abandonar la Casa Blanca, después de 8 años viviendo en una jaula de oro, donde le vigilaban hasta el más nimio de sus movimientos. Fue la noche en la que por primera vez supo lo que era disfrutar de la verdadera libertad. Se habían trasladado a su nuevo hogar, todavía atestado de cajas sin abrir, de regalos que le habían hecho estudiantes nativos americanos, de fotos de los días que pasaron en Camp David y hasta de un libro firmado por Nelson Mandela.

Se encontraba sola en su nueva casa, ya que Barack estaba de viaje, Sasha había salido con unos amigos y Malia vivía ya en Nueva York donde trabaja y se prepara para empezar sus estudios universitarios. Le acompañaban sus dos perros que le seguían por todas partes.

En un momento de la tarde, cuando ya anochecía, sintió hambre y se dirigió al frigorífico, que para su sorpresa estaba vacío: solo había un paquete de pan. Sacó dos rebanadas, las puso en la tostadora y se fue al jardín. Era la primera vez que no tenía que informar a nadie de lo que iba a hacer: se sintió sola, en el mejor de los sentidos…

Las descripciones que hace Michelle de su niñez, de su adolescencia, de sus años universitarios, de su llegada a la Casa Blanca, el reverso de la moneda del apartamento y el barrio donde vivió con sus padres y hermano hasta que se independizó, es con toda seguridad lo que ha configurado su fuerte personalidad.

Perteneciente a una familia de color, de clase media baja que tenía que hacer malabarismos para llegar a fin de mes, pronto le detectaron a su padre una enfermedad degenerativa que le impedía trabajar, no así seguir visitando los barrios y las zonas donde vivían los demócratas más humildes y necesitados.

De su madre heredó la fortaleza, el amor por los libros, por la lectura y por la familia. Michelle habla mucho y con cariño de su hermano Craig, que según dice, heredó la mirada tierna y el espíritu optimista de su padre y la implacabilidad de su madre. Como otras muchas familias de la época, las tertulias giraban sobre los problemas cotidianos, los suyos propios, los de sus abuelos a los que visitaban todos los fines de semana, los tíos y los de una comunidad amplia y solidaria. De ellos heredó Michelle esa fuerza que le caracteriza, que ella resume en pocas palabras:

“Tuve que aprender a usar mi voz en multitud de escenarios, desde el barrio con sus matones, hasta las aulas universitarias y las plazas del mundo”.

Mariam, su madre, le dio un consejo que ha seguido al pie de la letra: “Primero, gana dinero y después, preocúpate por tu felicidad”.

Después de contraer matrimonio con Barack Obama, todavía vestida de blanco, mientras sonaba la música de Stevie Wonder, empezó a consolidar lo que ella define como “un nosotros” tan sólido como eterno.

He leído muchas biografías, pocas tan sinceras y amenas como las de Michelle Obama, en las que cuenta aspectos íntimos de su vida, como fue el nacimiento de sus hijas, el aborto que tuvo o los momentos controvertidos por los que ha atravesado su matrimonio, que resume con estas palabras: “Quiero asegurarme de que la gente sepa que el matrimonio puede ser extremadamente difícil y extremadamente gratificante”.

Su matrimonio ha pasado por ambos procesos y de todos han salido fortalecidos, de ahí ese magnetismo que desprenden ambos.

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