The Border in Flames

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Hace muchos años, tal vez décadas, en que no se registraban incidentes tan graves, tensos, violentos y de auténtica alerta en la frontera entre México y Estados Unidos.

Los sucesos del pasado fin de semana, el grupo de la caravana migrante pretendiendo conseguir un ingreso forzoso al romper parte de la reja divisoria, recibir en respuesta balas de goma, gases lacrimógenos y frontal rechazo a su pretendido ingreso.

En la última década los gobiernos de Barak Obama (2008-2016) y de Donald Trump (2017- a la fecha) son las dos administraciones estadounidenses que más mexicanos y centroamericanos han deportado en la historia. Sus mecanismos de detención, arresto, centro de registro y deportación exprés, han funcionado con extrema eficiencia. Con todo, el gobierno estadounidense sigue argumentando que entran muchos y además de ser ilegales, existe un componente criminal, hasta ahora, no comprobado.

La actitud del gobierno de Trump ha rebasado todo criterio humanitario. Ha pretendido modificar la ley de Asilo Político, ha presionado a los demócratas en el Congreso para que declaren un estado de emergencia, y peor aún, les exige con base en estos hechos, la autorización de un presupuesto de 25 mil millones de dólares para construir el prometido muro fronterizo. Después de los resultados electorales del pasado 6 de noviembre, en que los demócratas recuperaron el control de la Cámara de Representantes, las posibilidades de Trump para obtener dicho presupuesto, a partir de enero del 2019, serán prácticamente imposibles, porque es justamente la Cámara Baja la que aprueba y otorga el presupuesto.

Por ello la prisa, la urgencia, la Guardia Nacional y el ejército en la frontera, la retórica de “emergencia nacional” y de “seguridad nacional amenazada”. Llama la atención la aparición de estos líderes centroamericanos, extremadamente violentos, embozados, desafiantes de la Guardia Fronteriza y las fuerzas armadas estadounidenses, rotundos incluso, a la hora de rechazar el asilo mexicano ofrecido. Mucho se ha especulado si hay detrás una campaña orquestada por oficiales del Pentágono o de la CIA para construir el escenario de emergencia nacional y presionar al Congreso. Pero hasta ahora, no se han encontrado evidencias.

Lo cierto es que los días se acortan, la crisis se eleva, y el nuevo gobierno mexicano ha dado más traspiés que aciertos. Primero la política hermana de los brazos abiertos; luego la descabellada oferta de Olga Sánchez Cordero, próxima secretaria de gobernación, de otorgar un millón de visas temporales de trabajo en México; hoy la necesidad de deportar a individuos violentos cuyo propósito es detonar un problema en la frontera, según las imágenes de San Ysidro en los últimos días.

México enfrenta una crisis de dimensiones inimaginables, no sólo por las repetidas amenazas del señor Trump de “cerrar –toda– la frontera” en lo que se resuelve el problema, causando graves daños a la economía y al comercio. Sino especialmente por una grave crisis humanitaria de miles de migrantes desatendidos y demandantes, recorriendo territorio nacional y exigiendo transporte, alimentación y servicios.

Enormes focos rojos y luces de alerta en Tijuana advierten un potencial estallido social frente a una frontera militarizada, donde en cualquier momento podría haber derramamiento de sangre. Y no hay responsables políticos del gobierno mexicano buscando soluciones y alternativas. Se habla del próximo canciller, Marcelo Ebrard, trabajando a marchas forzadas en Washington, ante la negativa brutal de Trump de aceptar cualquier cruce.

La frontera arde y no se ven instrumentos creíbles para pacificar o tranquilizar a los migrantes centroamericanos. Como prioridad máxima debiera calificar el gobierno de López Obrador las caravanas –que suman ya cuatro y otras dos en proceso– para ser detenidas en la frontera con Guatemala y evitar primero que lleguen hasta el norte, reducir el problema y la tensión, pero además, controlar el crecimiento desmedido de futuros campamentos de migrantes en México.

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