Trump or the Supremacy of Saints

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Trump o la supremacía de los santos

El presidente de EE UU encarna un proyecto revolucionario cuyo objetivo es impulsar un cesarismo sin intermediaciones institucionales que confunda a América con su líder

El populismo no ceja en su avance. Lo demuestra Estados Unidos, que vive la primera revolución populista del planeta. Lo hace bajo el cesarismo de Donald Trump y a impulsos de ese Midwest evangelista y blanco que vive devastado por el resentimiento antiliberal y que se asemeja a una especie de agujero negro político que amenaza con deglutir la cultura democrática que permanece fuertemente arraigada en las costas Este y Oeste del país.

La revolución de Trump es un desenlace. La consumación de un proceso que hay que remontar a Reagan y que continuaron los neocons y los libertarios del Tea Party anti-Obama. Se trata de una revolución posmoderna que organiza ideológicamente una pulsión reaccionaria y sentimental que pretende redireccionar el país hacia un nacionalismo supremacista. Hablamos de una corriente transversal de descontentos que ha ido radicalizándose hasta convertirse en una mayoría antisistema. Un relato antipolítico escrito a partir de un alfabeto de emociones, muchas de ellas de raíz religiosa, que se confunden con principios morales y que Donald Trump elevó a categorías presidenciales cuando en su toma de posesión acuñó el lema: America first and only America first.

El objetivo revolucionario es impulsar un cesarismo sin intermediaciones institucionales que confunda América con su líder. Un cesarismo sustentado en una nueva legitimidad popular que rompa la dicotomía alternativa de republicanos y demócratas por un vector transversal basado en una mayoría blanca ungida por un cúmulo inabarcable de malestares sentimentales, frustraciones económicas y resentimientos culturales. El más acusado es el miedo a perder la hegemonía cultural del modo de vida americano. Un modelo que ha vertebrado el melting pot americano a partir de la imposición del inglés y de los patrones wasp (white-anglosaxon-protestant) como estructura básica de convivencia.

Precisamente la amenaza inconsciente que pesa sobre la mayoría blanca de que se rompa esa hegemonía es un activo esencial en el capital demagógico de Trump. Lo propician el avance demográfico y social de los hispanos dentro de la sociedad norteamericana; la presión migratoria latina en la frontera sur; el crecimiento incontenible del español como segunda lengua, y la relativización moral que libera la convivencia de una sociedad que, al hacerse más y más compleja, solo es capaz de encontrar en el sumatorio de tolerancia y el pluralismo el oxígeno cívico que salve la unidad de un país pixelado culturalmente.

De lo que suceda en Estados Unidos de aquí a 2020 dependerá el futuro de la libertad en el planeta

Y así, desde su llegada al poder, Trump ha desarrollado una estrategia de confrontación con el establishment liberal-demócrata siguiendo dos trayectorias de acción que están al servicio de ese vector de cambio que reactiva las esencias excluyentes y puritanas de los pioneros blancos que se establecieron en Nueva Inglaterra. Se trata de dos acciones de demolición de la Constitución norteamericana y de sus enmiendas. La primera va de abajo arriba y mina, desde las clases medias de origen europeo, los fundamentos culturales de la institucionalidad democrática; como sucede con las amenazas de Trump contra la caravana de centroamericanos que esperen en la frontera mexicana; con su propuesta de privar de la nacionalidad a los hijos de inmigrantes en situación irregular y, antes, con su proyecto de levantar un muro infame en la frontera con México. La segunda, va de arriba abajo ya que desde la Casa Blanca se desmocha sistemáticamente la arquitectura liberal que organiza el poder desde la Declaración de Independencia, al desprestigiarla inyectando una toxicidad populista que justifica combatir la libertad de prensa o proponer como magistrado del Tribunal Supremo a un candidato acusado de abusos.

La energía propulsora de esta revolución populista está en el deseo de edificar una Nueva Jerusalén que, como en la Ginebra calvinista, distinga entre los santos y los que no lo son. Una pesadilla supremacista que, a través de su doctrina de predestinación, utilice la posverdad digital como herramienta de evangelización sentimental de los nuevos santos y convierta la tecnología hegemonizada por el oligopolio de Silicon Valley en el paradigma que propicie un pacto neohobbesiano del que surja el primer Ciberleviatán planetario. Algo que ensaya todos los días Trump desde su púlpito de Twitter con su proyecto de evangelización ciberpopulista y que recuerda aquella inquietante novela de Ayn Rand titulada La rebelión de Atlas. En ella, se proponía erigir una América dominada por superhombres que, dentro de su paraíso individualista, sojuzgaban al proletariado de su tiempo. Una versión que, en el caso de Trump, se actualiza con su desprecio hacia los hispanos y el resto de minorías que siguen pensando que América es una tierra de oportunidades para todo el que cree que la utopía es posible.

Una corriente transversal de descontentos se ha radicalizado hasta convertirse en una mayoría antisistema

No es de extrañar que Trump invoque la seguridad como el bien supremo y que la revista tecnológicamente. Su defensa de la ciberseguridad y la subordinación a la misma de los planes de inteligencia artificial indican que el cesarismo que impulsa está anclado en la estructura algorítmica del poder del siglo XXI. Una estructura casi religiosa, donde el último reducto mágico del mundo reside en la fe en una tecnología cuya adoptación masiva agrava la crisis de la decisión que acompaña la mutación digital que experimenta la sociedad norteamericana y que propiciaría la irrupción de ese Ciberleviatán esperado y deseado por tantos.

Es difícil aventurar el desenlace del intento revolucionario de Trump y que otros tratan de hacer suyo bajo otros parámetros, pero dentro de vectores más o menos parecidos, en Europa. Hasta el momento, la institucionalidad surgida de la Declaración de Independencia ha demostrado sus virtudes liberales a través de la fortaleza de la Constitución de 1791. Resiste, por el momento, las embestidas, tal y como acaban de confirmar los Midterms. La movilización de las costas Este y Oeste ha dado sus frutos con el control demócrata de la Cámara de Representantes, pero no hay que olvidar que el poder legislativo descansa realmente sobre un Senado en el que avanza Trump. Con todo, habrá que ver si los demócratas son capaces de hilar el relato de un impeachment que descabece la revolución populista y frene la toxicidad supremacista que va infectando los fundamentos sociales de un país cuya mayoría se deja arrastrar por el deseo virtual de asemejarse a la América del Midwest.

De lo que suceda en Estados Unidos de aquí a 2020 dependerá el futuro de la libertad en el planeta. El legado liberal tan comprometido hoy, mientras espera ser revisitado críticamente, será viable o no a partir del desenlace del conflicto cultural y político que vive la sociedad norteamericana. Pero en medio de esa espera, quizá fuera bueno que los liberales analizáramos por qué y cómo hemos llegado hasta aquí. Es más, habría que preguntarse qué nos dejamos por el camino para que los enemigos de la libertad hayan vuelto legitimados por la razón democrática de las urnas. Seguro que pensando los errores aprenderemos mejor a encontrar críticamente las soluciones.

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