En ningún momento de las más de cuatro horas que dura el documental Watergate, del dos veces candidato al Oscar Charles Ferguson, se escucha el nombre de Donald Trump. Esa es la mejor decisión del cineasta, que no necesita recalcar que su filme se estrena en este momento para recordar el anterior mandato de un presidente mentiroso que cometió varios delitos desde el Despacho Oval de la Casa Blanca. Sin embargo, el subtítulo de la película -Cómo aprendimos a parar a un presidente fuera de control, en homenaje al título original de ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú- y la cita que cierra los 260 minutos de metraje -“El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla”- sí explicitan por parte de su creador su ulterior intención, y de ahí su eco en el estreno europeo, en la Berlinale, el lunes de su nuevo trabajo.
Ferguson repasa pormenorizadamente de forma cronológica la presidencia de Richard Nixon con diversos materiales: imágenes televisivas de la época, entrevistas actuales a todo el que participó en aquel proceso -salvo Kissinger, aparecen todos los testigos posibles (senadores, congresistas, abogados, periodistas, agentes del FBI…)-, y el uso de las 3.400 horas de grabaciones que realizó Richard Nixon en el Despacho Oval durante sus cinco años como presidente. Esas grabaciones las reproduce con actores de manera ficcionada: primero el espectador escucha unos segundos del audio original y posteriormente ve su recreación; Ferguson asegura que las palabras no han sido ni retocadas ni alteradas. Puede que no haya nada sorprendente, sin embargo, aún es chocante ver a Nixon decir y ordenar tamañas barbaridades.
Watergate se inicia con un repaso a los hechos -principalmente la Guerra de Vietnam- que llevaron a Richard Nixon a ganar las elecciones de 1968. Hasta el mismo Bob Woodward -que junto a Carl Bernstein investigaron el Watergate para The Washington Post- cuenta ante la cámara que él era republicano y que votó a Nixon, porque sentía que era el único que pondría orden y sacaría a EE UU del conflicto bélico asiático. En las grabaciones se escucha desde el inicio a un Nixon desaforado, que quiere atacar a todos “esos judíos” que dirigían los principales medios de comunicación estadounidenses, y plantearse ideas tan locas como la de secuestrar a los más populares artistas y celebridades que se oponían a su mandato, drogarlos y abandonarlos en la frontera con México. En septiembre de 1971 Nixon presionó a sus asistentes a atacar a los demócratas con lo que fuera. Y ahí empieza el efecto dominó que acabaría con su carrera.
La espita inicial arranca con el allanamiento de la sede nacional del Partido Demócrata en el complejo de oficinas de Watergate la madrugada del 17 de junio de 1972. Fueron detenidos cinco hombres, que habían cobrado o tenían relación con el Comité para la reelección presidencial de Nixon, el CREEP. La investigación la llevó al cabo el FBI -cuyo director asociado, Mark Felt, será el garganta profunda de Woodward y Bernstein, los dos jóvenes reporteros de The Washington Post que también intuyeron que el dinero y los contactos de los ladrones llegarán hasta la Casa Blanca-. Por eso Nixon intentó usar a la CIA para controlar el FBI, sin éxito.
Sin embargo, todas esas turbias noticias no le impiden ganar -en realidad, arrasar- en las siguientes elecciones presidenciales de noviembre de 1972. Aquí empieza la segunda parte, y la más entretenida del documental, basada más en las ruedas de prensa de Nixon, en la que se encadenan en 1973 el juicio por el allanamiento a la oficina demócrata, el nombramiento de un investigador independiente que será constantemente saboteado por la Casa Blanca, el testimonio de John Dean -consejero de Nixon que contará en un Comité del Senado todos los chanchullos presidenciales-, la publicación de la Lista de enemigos creada por Nixon con más de 200 nombres de periodistas, celebridades, deportistas, políticos, asociaciones (incluso una de estudiantes católicos), medios de comunicación… Y la revelación en junio de 1973 de la existencia de esas grabaciones secretas.
Hasta su dimisión en agosto de 1974, Nixon vio cómo se iba estrechando el ceerco judicial y político a su alrededor. Pero siguió luchando: incluso intentó torpedear el proceso de impeachment, de destitución, ya aprobado por el Congreso en su recorrido en el Senado. Los altos cargos de su gabinete fueron cayendo (algunos de ellos aparecen hoy en el organigrama de Trump), dimitió el vicepresidente Spiro Agnew -acusado de cargos por soborno-, hasta los mismos republicanos se encararon con el presidente. Que finalmente renunciará… llevándose las cintas y el perdón de su sucesor, Gerald Ford. Como resume Woodward: “El Watergate fue la guerra de Nixon contra los medios de comunicación, los demócratas, la Justicia y, finalmente, la Historia”.
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