No quieren otra guerra. O eso dicen, aunque sus gestos les desmientan. La escalada ya es un hecho. La superficie de fricción aumenta y con ella el riesgo. Hizo bien el Gobierno español en sacar a la fragata del grupo naval de la Armada estadounidense que se desvió de su misión inicial de circunnavegación del mundo para penetrar en la zona de riesgo y actuar así como elemento de presión sobre Irán. Lo hizo a toda prisa y así debía ser: quien cambió la misión fue Washington y quien debía resguardarse ante decisiones y amenazas que no le afectaban era el Ejecutivo de Madrid.
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España estuvo desde el primer día y a través de la UE en el grupo de países que consiguió la proeza del acuerdo nuclear multilateral con Irán. Hubo también una participación decisiva del alto representante de la Política Exterior Europea, el español Javier Solana, en la primera fase, antes de que George W. Bush autorizara la implicación de su diplomacia. La ruptura unilateral y arbitraria del acuerdo, por decisión de Donald Trump y gracias al estímulo y aplauso de dos halcones como Benjamin Netanyahu y de Mohamed bin Salman, afecta negativamente a todos los socios europeos y también a España.
Sería una ironía que quien promovió el acuerdo y ha sido perjudicado por su ruptura se viera ahora obligado a aplaudir el gesto belicista y la amenaza contra quien todavía no lo ha vulnerado, que es Irán. El régimen islámico de Irán merece toda la repulsa por su nulo respeto de los derechos humanos y de las libertades civiles de sus ciudadanos, así como por sus provocaciones y guerras por procuración en la región. Pero pocas lecciones puede recibir del déspota saudí que ordenó el asesinato de Jamal Khashogi y organiza ejecuciones masivas de quienes se le oponen. Tampoco de Netanyahu, sistemático vulnerador de resoluciones internacionales y concienzudo enterrador de otro acuerdo diplomático trascendente como fueron los acuerdos de paz de Oslo de 1993 entre israelíes y palestinos.
Trump, atento a sus deseos íntimos, dice que no quiere otra guerra en Oriente Próximo. Jamenei, como sucede con los clérigos perspicaces ante los designios de la providencia, ya sabe que no se producirá. Debería haber razones para creerles: EE UU quiere irse de la región, donde ha librado ya tres guerras, dos en el Golfo y otra más en Afganistán; Irán todavía mantiene vivo el recuerdo de la suya contra Irak entre 1980 y 1988; hay dos incendios bélicos que arden en Siria y Yemen, argumento suficiente para que no prenda un tercero, en el que al fin se enfrenten abiertamente la gran coalición de los saudíes, emiratíes e israelíes amparados por Trump contra un Irán que buscará en seguida alianzas regionales y apoyo de chinos y rusos.
Por muy pacifistas que sean las declaraciones de uno y otro, hay que atenerse a los hechos. Con Trump no es tan solo en Oriente Próximo donde crece la exposición a la chispa imprevista que provoque el incendio. Al menos en otros tres puntos del planeta, su errática y vociferante presidencia está creando nuevos riesgos, desde Venezuela hasta Corea, pasando por el Mar de China Meridional. Con la ruptura del acuerdo nuclear y sus nefastas repercusiones económicas en la vida de los iraníes, pierde fuelle el presidente reformista Hasán Rohaní y llega la hora de radicales belicistas, como Qasem Soleimaní, comandante de las fuerzas especiales de los Guardianes de la Revolución que intervienen en Siria, Irak o Líbano.
Para estas sucias tareas también se prepara toda su vida John Bolton, el belicista en jefe, arrellanado desde hace un año en su nuevo despacho de consejero nacional de Seguridad de la Casa Blanca. Bolton fue en 2003 el apóstol de la guerra de Irak para derrocar a Sadam Husein y ahora, todavía con la boca pequeña, trabaja discretamente para esa otra guerra que tanto desea con la que quiere derrocar el régimen de los ayatolás.
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