La guerra comercial entre las dos economías más grandes del mundo ha escalado notablemente. El presidente Donald Trump anunció aranceles altos sobre US$200.000 millones de importaciones desde China el viernes y promete imponer más. Ayer, el gigante asiático tomó represalias al erigir aranceles sobre US$60.000 millones de importaciones provenientes de EE.UU.
Trump empezó esta guerra el año pasado. Sus quejas contra China no son infundadas. Después de todo, cuando China se unió a la Organización Mundial del Comercio (OMC) en el 2001, se comprometió a regirse por las reglas de la OMC y cada vez más por las del mercado. Sí se abrió a la economía global, pero hace años que dejó de liberalizar. Más bien, las transgresiones chinas respecto al comercio parecen haberse institucionalizado en la medida que ha aumentado el volumen de su comercio.
Esas transgresiones incluyen el uso de subsidios y el favoritismo hacia empresas estatales, la transferencia forzosa de tecnología y el robo de la propiedad intelectual, entre otras violaciones. Anteriores gobiernos estadounidenses han hecho poco para revertir esas prácticas proteccionistas. La estrategia de Trump, supuestamente, busca imponer un costo tan alto sobre China que el país terminará cambiando sus políticas.
Un problema mayor con esa estrategia –más allá de que la apuesta no le está resultando a Trump– es que usa una herramienta equivocada para corregir el abuso identificado. Imponer aranceles tan amplios para problemas específicos perjudica a todo el comercio con China, incluso la mayor parte que no debería ser controversial.
Trump podría haber tratado de resolver los problemas a través de la OMC y en conjunto con los europeos y otros aliados de EE.UU. que también están descontentos con China por las mismas razones. No optó por los mecanismos de la OMC, a pesar de que China tiende a respetar los fallos de la OMC en su contra cuando se adjudican casos en dicha instancia. En vez, ha optado por una política bilateral que ignora o perjudica a sus mismos aliados. Trump ha impuesto aranceles sobre ciertas exportaciones europeas, canadienses y de otros socios a la vez que se retiró del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica –que lidiaba con varios de los problemas de los que se quejan EE.UU. y otros países–, al que China se hubiera sentido obligada de unirse tarde o temprano.
Lejos de demostrar una búsqueda de menores barreras y mayor apertura, la política comercial de Trump hacia China exhibe un preocupante prejuicio a favor del mercantilismo, es decir, por el proteccionismo y favoritismo hacia ciertas industrias nacionales a costa de los consumidores, ya sean individuos u otras empresas locales. Exhibe también una ignorancia asombrosa sobre los beneficios del intercambio voluntario internacional, pues Trump considera que un déficit comercial (que es lo que tiene EE.UU. con China) es en sí adverso, contrario a lo que opina casi la totalidad de la profesión económica.
Lo que está en juego va más allá del impacto negativo que tendrá la guerra comercial entre los dos gigantes en sus propias economías y la del mundo. Trump no recurre a la OMC, guardián del sistema internacional de comercio abierto, porque lo quiere descalificar. El año pasado, amenazó con retirarse del organismo. Probablemente no haga algo tan drástico. En cambio, lo que sí está haciendo Trump es intentar castrar a la OMC al bloquear la designación de nuevos jueces al mecanismo de resolución de disputas de ese organismo.
La OMC se ha quedado con solo tres jueces de última instancia y el término de dos de ellos expira este año. Si no se reemplazan, el organismo no tendrá la capacidad de ver casos y hacer cumplir sus reglas. El golpe al sistema liberal de comercio internacional sería enorme. Trump está explotando la disputa con China para armar el falso relato de que la OMC no sirve.
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