El domingo último, durante una visita de Estado a Japón, Donald Trump se convirtió en el primer presidente estadounidense en asistir a un torneo de Sumo, un antiguo deporte japonés en el cual dos luchadores de tamaño impresionante pugnan por sacar del campo a su contrincante. Para mí, el Sumo representa una magnífica metáfora del actual enfrentamiento entre Estados Unidos y China, las dos economías más grandes del planeta.
Como sabemos, ambos países se encuentran enfrentados en una guerra comercial que amenaza el crecimiento de la economía mundial. Hace unas semanas, la intensidad del enfrentamiento aumentó luego de que Estados Unidos impusiera aranceles a un nuevo grupo de productos chinos. Y volvió a aumentar hace unos días cuando la administración Trump prohibió a las empresas de su país comerciar con Huawei, el campeón chino de las telecomunicaciones (acusado, entre otras cosas, de ser un agente del gobierno de Beijing).
El combate que estamos presenciando hoy no es una mera escaramuza comercial. Es la fase final de un enfrentamiento que probablemente vaya a definir el futuro de las relaciones entre la potencia dominante y su principal retador, el cual le debe mucho de su bonanza a que ha podido integrarse a la economía global sin respetar las reglas que sí deben respetar otros países.
En efecto, el gobierno chino subsidia y protege de la competencia extranjera a empresas que luego compiten con ventaja en los mercados internacionales, mantiene monopolios estatales en diversos sectores de su economía, se niega a hacer respetar la propiedad intelectual (¿cómo así pueden exportar tanto producto bamba?) y fuerza la transferencia de tecnología extranjera coaccionando a las empresas foráneas que quieren operar en su país o facilitando (y protegiendo) el robo de tecnología.
Esta manera de actuar hace que, por ejemplo, no necesitemos pruebas contundentes para suponer que existe una estrecha relación entre Huawei y el gobierno chino (de otra manera, jamás hubiese llegado a ser lo que es hoy), y que, si este se lo solicita, la empresa no podrá negarse a usar para el espionaje la infraestructura de telecomunicaciones que ha instalado fuera de su país (una de las preocupaciones del gobierno estadounidense).
Como señala Thomas Friedman en “The New York Times”, hacerse de la vista gorda podía tener sentido para Estados Unidos cuando China exportaba textiles, juguetes y baratijas (al mismo tiempo que abría su enorme mercado doméstico a la inversión extranjera), pero no ahora que está en capacidad de competir con la industria estadounidense en los productos que darán forma a la manera que viviremos nuestras vidas en el futuro: inteligencia artificial, robótica, Internet de las cosas, microchips, vehículos eléctricos, etc. En eso, Trump, a pesar de ser Trump, tiene razón.
No sabemos si estos gigantes podrán alcanzar un acuerdo satisfactorio. El principal escollo parece ser la falta de voluntad que ha mostrado China para cumplir sus compromisos (en el 2015 prometió dejar de facilitar el espionaje industrial, por ejemplo), y las dificultades que tendría Estados Unidos para hacerlos cumplir (difícilmente podría embarcarse en una campaña que le costará utilidades y puestos de trabajo si su economía no estuviese tan fuerte). Lo que sí sabemos es que mucho del bienestar del resto del mundo depende de ello.
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