Ya se dio el paso. El Senado mexicano ya refrendó el TLCAN II que el presidente Trump rebautizó como T-MEC. Su antecesor sigue vigente hasta la entrada en vigor del nuevo, lo que depende de su ratificación por nuestros dos socios.
Aunque el partido opositor demócrata de Estados Unidos desea aplazar el proceso, prevalecerán los intereses industriales y financieros norteamericanos que son favorables al tratado.
Los ajustes que los demócratas quieren en materia ambiental y laboral podrían modificar el texto aprobado en el Senado mexicano, pero bastaría añadir suplementos o acuerdos “paralelos” sobre esos temas para resolver el problema. El nuevo tratado aparece en un escenario internacional repleto de contradicciones políticas, económicas y sociales.
En contraste con la bandera de autosuficiencia y rechazo a instrumentos multilaterales de todo tipo, donde el presidente Trump retira a su país del Tratado Transpacífico y proclama America First, la conveniencia estratégica de consolidar una fuerza regional multifacética firmemente adicta a sus propósitos, explica que Trump promueva, pese a todas sus condenas retóricas de campaña electoral, la continuación del TLCAN en una nueva versión.
Hay consideraciones que atañen a los intereses de México que es prudente mencionar:
El TLCAN II procura la fusión de propósitos al armonizar disposiciones en materia de comercio e inversiones. La uniformidad de salarios en ciertos sectores de manufacturas automotrices, las disposiciones en materia farmacéutica van al lado del interés norteamericano en dominar un mercado continental de granos. La suma de componentes de nuestro desarrollo a los intereses de Estados Unidos está al centro de la concepción misma del TLCAN II.
Un disfrazado elemento político está en el compromiso que se asume de informar a nuestros socios de cualquier intención de suscribir un acuerdo con algún país que no respete las normas del libre comercio. Estados Unidos ya se valió de cuestiones arancelarias en la delicada problemática migratoria, no para ayudar a resolverlas, sino como palanca para forzar nuestra acción en nuestra política migratoria contraria, por cierto, a la que había marcado el presidente López Obrador.
Nuestro destino no ha de ser el de identificarnos en una simbiosis con el desarrollo y crecimiento norteamericano que tiene su propia agenda concebida y dirigida, por cierto, para extender y fortalecer su hegemonía.
Además de lo anterior, el TLCAN II subraya la clara evolución que desde 1994 viene subvirtiendo nuestra visión histórica latinoamericana. La ubicación de México en Norteamérica no significa que estemos anclados por ese documento a las perspectivas de los intereses económicos propios de los otros dos países con los que compartimos el continente.
Ante la realidad de que el camino estadunidense no coincide en todos sus puntos con la manera de pensar mexicana orientada hacia la mejor contribución a la concordia internacional, el presidente norteamericano debe saber que México no se siente obligado por el TLCAN II a coincidir siempre con las decisiones de Washington en asuntos de cooperación regional o internacional.
Las relaciones con Europa en materia ambiental, las estrategias para mitigar los retos migratorios o para el combate contra las mafias son temas distintos. Nuestras relaciones internacionales responden a nuestra propia óptica.
Sorprende la actitud del Presidente de la República de no hacer cuestión alguna ante la andanada de insultos y desprecios lanzada contra México por el presidente Trump. Para sorpresa de todos, López Obrador ha expresado muchas veces que de ninguna manera encontraba en ellas razón de enojo. La evangélica pasividad de nuestro Presidente contrasta diametralmente con la reacción que se esperaba de su investidura.
Algunas personas dentro de nuestro gobierno podrían simpatizar con que el nuevo TLCAN fuera un paso más en dirección a una verdadera comunidad norteamericana. Debe tenerse muy claro que el TLCAN II sólo es un acuerdo comercial, ampliado si se quiere, pero anclado en el tema que le es propio.
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