To Be a ‘Latina’ in the Trump Era

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La mañana del 9 de noviembre de 2016 salí a la calle con una sensación de malestar que hasta la fecha me ha costado describir.

Usualmente, caminar hacia el trabajo nunca había representado ninguna amenaza a mi seguridad personal. Pero esa mañana mi estado de alerta y de precaución se encendió como cuando en la ciudad de Guatemala salía en carro a trabajar o volvía de noche después de una velada con los amigos.

Esa mañana fue distinta y aún la recuerdo: mezcla de incertidumbre, miedo y suspicacia en un ambiente de aparente calma y tranquilidad en un agradable día de otoño. La noche anterior me había ido a la cama temprano, con el rostro desencajado y el alma en pena. Una amiga y yo habíamos ido a un bar después de cenar para presenciar el retorno de los votos de las elecciones presidenciales a boca de urna. Llegamos un poco tarde al lugar, sabiendo que la noche sería larga. Esperábamos un ambiente festivo, pues el programa anunciaba una banda, pero, al nomás llegar, el cuadro era más bien de caras largas y el silencio el de un velorio.

Nos fuimos sin terminar de asimilar y entender la dimensión de lo que habíamos presenciado: el entonces candidato Trump había ganado un número mayor de lo requerido de los colegios electorales, lo cual lo coronaría como el cuadragésimo quinto presidente de este país. Además, el que estuviese tan cerca de ganar en el estado donde vivo, Minnesota, en el que desde 1932 solo un republicano ha ganado la presidencia (Richard Nixon), resultaba todavía más apabullante. ¿Cómo era posible que un charlatán vulgar, corrupto e ignorante —al estilo de Jimmy Morales en Guatemala un año antes— imperara a pesar de haber perdido por tres millones de votos la elección popular?

Para esas alturas yo ya era una ciudadana estadounidense, pero ¿importaría esto en un nuevo régimen donde Trump, desde el primer día de su campaña, había insultado a los mexicanos e inmigrantes y había basado toda su campaña en una retórica antiinmigrante y xenófoba? Porque, a la larga, mi color de piel y mi acento sirven de poco para justificar no solo mi presencia, sino también mi existencia en este país. La masacre de El Paso, Texas, confirma y valida mi temor de esa mañana. Somos el blanco de la violencia del odio debido al color de nuestra piel y a nuestra proveniencia. Y este tipo de violencia no discrimina ni pregunta por ciudadanía ni papeles.

Somos el blanco de la violencia del odio debido al color de nuestra piel y a nuestra proveniencia.

La masacre intencionalmente llevada a cabo contra mexicanos e inmigrantes, según el manifiesto y la confesión del criminal (que de enfermo mental no tiene ni un ápice), es el resultado de los constantes ataques, señalamientos y políticas que aterrorizan y tratan de marginalizar (e incluso aniquilar, por lo visto) a las comunidades latinas. Y no solo a las diásporas, sino que indirectamente también a quienes han nacido aquí o a aquellos cuyos orígenes se remontan a generaciones antes de que el Tratado de Guadalupe Hidalgo terminara de concretar la usurpación de casi la mitad del territorio mexicano, el cual constituye un tercio de lo que ahora es Estados Unidos.

Las políticas del nacionalismo blanco de la actual administración apuntan dramáticamente en esa dirección. Se trata de medidas que, cual antiguo método antisubversivo (antiinvasor, en la jerga trumpista), quisieran quitarle agua a ese pez que son las comunidades migrantes, en este caso eliminar beneficios adquiridos y desproveerlos de soportes sociales necesarios para su estabilización, con efectos traumáticos para familias en situaciones migratorias mixtas.

Algunas de esas medidas son la eliminación del TPS para hondureños y salvadoreños (entre otros) y la suspensión de la DACA —ambas todavía en el limbo—; la redefinición de la carga pública, que otorga mayor discreción a oficiales de migración para denegar residencia permanente o reunificación familiar bajo el argumento de que podrían ser una carga financiera al Estado; la fallida introducción de una pregunta sobre ciudadanía en el Censo 2020 para disuadir a los inmigrantes de ser censados, lo cual afectaría la distribución de fondos federales a comunidades necesitadas, y, la más cruel de todas, el anuncio de redadas de trabajadores irregulares, con un efecto sorpresa en la última de ellas, la de Misisipi, que afectó a muchos de nuestros connacionales.

La banalidad del mal sigue viva y coleando. ¿Lo sabremos?

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