Para muchas personas Groenlandia es un territorio desconocido, una inmensa mayoría no sería capaz de ubicarla en el mapa y menos aún de identificarla como territorio danés. Pero lo que todos sí saben es que no está en venta. Todos menos una persona: el presidente estadounidense Donald Trump.
Sería una anécdota humorística si no fuera porque en serio preguntó por su precio. El mundo conoció la noticia el pasado jueves. The Wall Street Journal reportó que Trump estaba haciendo preguntas sobre cómo comprarla. Fue tanta la sinceridad del presidente que los asesores lo tomaron literalmente. Tanto que dieron la noticia a los periodistas del Journal.
El domingo Trump la confirmó. Le dijo a los comunicadores que era una idea interesante. “Dinamarca esencialmente es dueña. Somos muy buenos aliados con Dinamarca -explicó-. Protegemos a Dinamarca como protegemos a otras grandes partes del mundo. Entonces, el concepto surgió y dije que sin duda sería. Estratégicamente, es interesante y estaríamos interesados (…) No sería un tema de alta prioridad”.
Ante tal comentario de Trump, el Gobierno danés se vio obligado a responder con piedras en la mano: “Groenlandia no está a la venta. Groenlandia no es danés. Groenlandia pertenece a los groenlandeses”.
La reacción de Trump no se hizo esperar y canceló el viaje a Dinamarca que tenía en dos semanas. Un tema que no era prioridad terminó dominando la agenda. Trump se refirió a la primera ministra como malévola y a su comentario sobre la venta de Groenlandia como “inapropiado”. Es entendible el interés por el continente -rico en varios recursos-, pero así no se conducen las relaciones diplomáticas. Hay un toque personal en el carácter del mandatario que ofende los buenos vínculos.
No es el único. A Trump lo acompañó la semana pasada el presidente brasileño Jair Bolsonaro, otro mandatario sin buenos oficios. El miércoles anunció – sin pruebas- que las ONG estarían detrás de los recientes incendios en la Amazonia.
Al estilo de Trump acusó pero con capacidad para echar para atrás. “Puede estar habiendo, sí, puede, no lo estoy afirmando -dijo-, acción criminal de esos ‘oenegeros’ para llamar la atención contra mi persona, contra el gobierno de Brasil. Esa es la guerra que estamos enfrentando”.
Bolsonaro dijo que las ONG fueron golpeadas por el gobierno que le recortó la ayuda. “El fuego se prendió, parece, en lugares estratégicos (…) Ni ustedes tendrían condiciones de filmar todos los lugares donde hay fuego y mandarlas para afuera. Por lo que todo indica, fueron allí para filmar y prender fuego. Eso es lo que siento”, manifestó el primer mandatario. La afirmación es muy grave por quién lo dice. No es cualquier ciudadano.
Pero no pasó a mayores. A Bolsonaro se la pasaron. Es parte de su “personalidad”: no hay que creerle tanto.
A Boris Johnson, el flagrante primer ministro británico, le ocurre lo contrario: nadie espera que cumpla su promesa de ir sin un acuerdo con la Unión Europea. Lo repite y repite pero hasta ahora pocos se adhieren.
A Johnson no le creen y ven más posibilidad en unas elecciones que en un brutal brexit. Creo que se equivocan: Johnson no es Theresa May, el brexit es su vida y tiene a Trump en su esquina.
Si el 31 de octubre se va el Reino Unido de la Unión Europea, se producirá un hecho histórico. A eso le apuesta Boris Johnson. Lo que venga después es superfluo. No importa. A Trump le interesa mucho menos: que haya desastre en Europa, poco llama su atención. Apoya la política que deja ganadores y perdedores; nada para los tibios.
Bolsonaro, por su parte, es como Trump: un hombre que aparentemente triunfa. Y como el mandatario estadounidense tiene afinidad con los suyos, nombró a uno de sus hijos embajador en Washington.
Los anti-Trump sueñan con que el 20 de enero de 2021 asumirá la Casa Blanca un nuevo mandatario y enterrará estos cuatro años. Tristemente, no es cierto. Su no reelección no significa el regreso al pasado. Es pensar con el deseo. Es más fácil destruir que construir. Pasarían años, tal vez décadas, para recuperar la confianza. Esa es la magia de Trump: sin él, todo parece acabado.
El 8 de noviembre de 2016 hubo cambios que no se devolverán nunca. Hay que aceptar esta era Trump. Ya los chinos lo entendieron.
Escribo desde Shanghái, la ciudad más occidentalizada de China. No se habla de la guerra comercial. Ni de Hong Kong. La revolución sigue su marcha. Como siempre. Pero a Trump no le preocupa. Comentó el miércoles mirando al cielo, que es “el escogido” para hacerle frente a los chinos.
Los hechos de la semana pasada reflejan el dilema de esta era: lo impensable e incierto puede ocurrir.
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