Es la hora de los gobiernos (por ello es tan importante para nuestro país contar con uno cuanto antes, sin perder más tiempo). Ante esta nueva fase de desaceleración económica, la política elaborada por los bancos centrales (tipos de interés muy bajos o negativos, compra de deuda pública y privada,…) apenas tiene ya efecto para mejorar la vida de la gente. Su munición está casi agotada. Es el momento de estimular la inversión pública en servicios sociales como la sanidad y la educación, tan castigados durante la Gran Recesión; en la industria, abandonada en segundo plano; o en el combate contra la pobreza y la desigualdad, tan multiplicadas. Ello precisará, indudablemente, de más gasto público para lo que, en una zona por ejemplo como la del euro, se requerirán mayores dosis de flexibilidad en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento.
Hay mayoría de expertos que comparten este pronóstico, pero en muchos casos falta voluntad política para ponerlo en marcha. Muchos gobernantes, atenazados por su tradicional rigidez ideológica, prefieren seguir exprimiendo la política monetaria de los bancos centrales y aplican la teoría del gorrón del norteamericano Mancur Olson: el gorrón es aquel que disfruta de los beneficios de una acción colectiva sin participar en ella. La teoría del gorrón es una formulación que sostiene que los actores racionales tienden a abstenerse en la acción colectiva en la medida en que piensan que otros harán la parte que les toca para conseguir algún objetivo mutuamente beneficioso.
En cualquier caso, los bancos centrales seguirán teniendo un papel esencial en la política económica. Por ejemplo, se espera con expectación el último paquete de medidas que tomará Mario Draghi el próximo jueves, antes de abandonar la presidencia del BCE y dejarla en manos de Christine Lagarde. En sus orígenes, los bancos centrales fueron criticados desde posiciones progresistas por su gran autonomía de los poderes políticos libremente elegidos. El economista francés Jean-Paul Fitoussi los ha denominado “instituciones ademocráticas” que cada vez influyen más en la vida cotidiana de los ciudadanos, con enormes grados de independencia operacional. Sin embargo, no carecen de legitimidad democrática ya que sus miembros son nombrados por poderes democráticamente elegidos y ejercen funciones atribuidas por el legislador en el marco de la ley, aunque no están sometidos en el ejercicio de sus funciones a instrucción o directriz alguna ni son libremente removibles por pérdida de confianza por los políticos que los designaron.
Pero ahora ha cambiado el sentido de las críticas. Son dirigentes como Trump o Erdogan los que quieren lograr sus objetivos políticos sometiendo a los banqueros centrales y poniéndolos a sus órdenes directas. En plena batalla comercial, tecnológica y de divisas con China, Trump tuiteó el siguiente mensaje: “Nuestro problema no es China sino la Fed [Reserva Federal, el banco central de EEUU]”. Las críticas de Trump a Jerome Powell, presidente de la Fed nombrado por él, son continuas.
A principios del pasado mes de agosto ocurrió un hecho insólito. La cuatro expresidentes vivos de la Fed (Paul Volcker, Alan Greenspan, Ben Bernanke y Janet Yellen) escribieron un artículo conjunto en The Wall Street Journal pidiendo que la Fed actuase libre de presiones políticas. Entre los cuatro cubren el periodo de los últimos seis presidentes de EEUU, tanto demócratas como republicanos (Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo, Obama y Trump): “Como expresidentes de la junta de gobernadores del sistema de la Fed estamos unidos en la convicción de que se debe permitir que la Fed y su presidente actúen de manera independiente y en el mejor interés de la economía, libres de presiones políticas a corto plazo y, en particular, sin la amenaza de destitución por razones políticas (…) Es fundamental preservar la capacidad de la Fed de tomar decisiones en función de los mejores intereses para la nación, no para un pequeño grupo de políticos”. Rebelión a bordo.
Ahora se trata de girar la atención poco a poco desde los bancos centrales hacia los gobiernos, para que estimulen la demanda a través de la inversión pública. ¿Somos todos keynesianos otra vez, como en el año 2008 y siguientes?
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